Aunque pareciera que estoy escribiendo una especie de homilía al tratar el tema de hoy, no puedo sino hablar sobre lo que ha capturado mi atención en estos días.
Hay un personaje en el Evangelio que me ha gustado siempre mucho. Se trata de Nicodemo, “uno de los notables entre los judíos” (Jn 3, 1). Fue a ver a Jesús de noche. Sabía que este acercamiento podía generar conflicto entre los suyos, pues era una persona influyente en su comunidad. Su bondad de corazón, sin embargo; la rectitud de su conciencia, le movieron a desear conocerlo de cerca. Quería cerciorarse, él mismo en persona, de si Jesús era, efectivamente, el Mesías.
Cuando le dijo al maestro que sabía que Dios debía haberlo enviado por los signos que hacía, obtuvo esta respuesta: «Te aseguro que el que no renace de lo alto no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3, 3). Nicodemo no entendió bien. Por eso le preguntó a Jesús cómo era posible entrar en el seno materno siendo ya viejo. El Señor le respondió: «Te aseguro que el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu. No te extrañes de que te haya dicho: ‘Ustedes tienen que renacer de lo alto’” (Jn 3, 7).
Ese nuevo nacimiento no es físico, por supuesto. Jesús habló así porque quería elevar la mente y el corazón de Nicodemo para que comprendiera que en el ámbito del espíritu es posible nacer de nuevo, así como una vez se vino a este mundo en la carne. Los hombres entendemos las realidades invisibles a partir de las visibles y Dios, que es un gran pedagogo, nos habla así para hacerse asequible: lo que sucede en el ámbito de lo físico, sucede también en el espiritual. Decirlo es fácil; comprenderlo a fondo es bastante más difícil, precisamente porque se trata de una regeneración interior. El agua, en el bautismo, es signo de una purificación espiritual. Esa no se ve con los ojos, pero es la fundamental. El enigma, por supuesto, está presente: “El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu» (Jn 3, 8). Esto último es misterioso, y pienso que tiene que ver con ese modo particular con que habla Dios a cada uno. Escuchar esa voz; percibir ese viento y discernir ese Espíritu toca directamente a la conciencia de cada uno. Por eso el encuentro de Nicodemo con Jesús es tan hermoso: es directo, íntimo, personal.
Lo especial aquí es su honestidad. El se acerca a Jesús. No manda emisarios, pues de lejos, ¿cómo saber? Quiere cerciorarse él mismo, ver su rostro, escuchar su voz, aclarar sus dudas. Se ve que esperaba algo más; que su corazón tenía expectativas de una noticia que elevara su vida de un nivel tan bajo a otro mucho más alto. Por eso creyó en los signos: los veía como venidos de Dios, pues conocía muy bien, además, las profecías.
Yo creo que todos en el país, tras duros años de prueba, estamos necesitados de un renacimiento en el espíritu para crear efectivamente algo nuevo. No veo otra posibilidad de cambio que la de fundar una comunidad distinta en base a relaciones más humanas: más sinceras y transparentes. Hay que renacer de lo alto: pedirle a Dios el don de un nuevo nacimiento, porque nuestra capacidad es limitada.
El país, tal como está, no tiene ningún tipo de sentido. No va hacia ninguna parte. Está descoordinado, desorientado. Está como asfixiado por tanta mentira y desconfianza sembrada en los corazones. Pienso que muy a pesar de la gravedad de esta encrucijada, tenemos la oportunidad de crear algo nuevo, pero solo si nacemos de nuevo; si empezamos por acercarnos al otro sin mediaciones, sin estrategias que confundan, sin planes premeditados con los que se pretenda alguna segunda intención, pues movimientos así solo abren zanjas entre los hombres. Distancian.
Las sociedades, sobre todo tras haber sufrido mucha destrucción (física y psicológica), experimentan un hambre real de verdad, de amor sincero, de esa confianza de unos en otros que ha roto la mentira. Si el país tiene alguna oportunidad, como no lo dudo, va por este camino: el de la restauración de las relaciones entre los hombres, pero fundada en verdad.
No hay amor sin verdad; no hay efectivo respeto al otro sin que medie un sincero acercamiento. Es la experiencia de todos los que han atravesado una guerra: o se sale odiando a los hombres; dudando de que la vida en comunidad sea posible; o se sale deseando creer de nuevo en que los seres humanos tenemos algo en común digno de ser compartido. En situaciones como la nuestra, cuando las palabras han dejado de significar algo; cuando tanta falsedad ha roto la comunicación entre nosotros, solo la verdad y el amor pueden fundar las bases de una nueva sociedad. No hablo propiamente de la ley. Hablo de posibles acuerdos que posibiliten la transición hacia un mejor país.
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