OPINIÓN

Releyendo a José Rafael Pocaterra

por Vladimiro Mujica Vladimiro Mujica

Para los venezolanos de estos días aciagos en nuestra patria, puede ser un ejercicio muy doloroso el pasearse nuevamente por una obra maestra sobre nuestra historia y nuestra condición. Leí Memorias de un venezolano de la decadencia cuando era un adolescente y confieso que mis recuerdos de este libro de José Rafael Pocaterra se proyectaban en mi inconsciente como imágenes de un pasado del cual teníamos que aprender, pero que no se repetiría. Crecí con la naciente democracia de 1958 y viví de cerca cómo nuestro país se proyectaba a ser una de las sociedades más inclusivas del mundo, según estadísticas de la Unesco. Parecíamos ir rumbo a escapar de la maldición del petróleo concebido como “excremento del diablo”, según Juan Pablo Pérez Alfonzo; creíamos que estábamos encaminados a “sembrar el petróleo”. como sabiamente aconsejó Uslar Pietri, y pasar de un país dependiente de un recurso único cuya aparente facilidad de explotación corrompía a la economía y al ciudadano, y de la abominación del rentismo, a una economía productiva y una sociedad del conocimiento. Mi Facultad de Ciencias de la UCV fue un parto temprano de la democracia, al igual que una magnífica red de carreteras, hospitales y escuelas públicas. Habíamos logrado vencer al paludismo y al analfabetismo de Casas muertas. Teníamos una nación sin grandes conflictos religiosos ni raciales. Una donde la proporción de mujeres profesionales igualaba, y en algunos casos superaba, a la de hombres. Yo, al igual que mucha gente de nuestra generación, fui un resultado primariamente del sistema público de educación, y contamos con oportunidades para crecer y desarrollarnos.

La mal llamada IV República fue un ejercicio excepcional de estabilidad y crecimiento para un país consumido por las guerras civiles y las tiranías de diverso signo, con cortos interludios de apertura política como la presidencias de Gallegos, López Contreras y Medina Angarita, desde nuestro nacimiento como nación independiente hasta la caída de la dictadura de Pérez Jiménez. Pero en algún punto que todavía debemos entender se produjo la fractura de nuestro camino como nación democrática viable. Muchos pensamos que el hito primario de destrucción de nuestra institucionalidad democrática fue el juicio político, cargado de intereses mezquinos y de alianzas inconfesables, contra Carlos Andrés Pérez. Pero esto es, por supuesto, una conjetura insuficiente para entender la llegada de Chávez por votación popular a la Presidencia de la República. De hecho, 20 años después de la tragedia del advenimiento del chavismo al poder, nos negamos a reconocer como sociedad la cadena de complicidades, cálculos equivocados y ambiciones individuales y de grupos que se tradujeron en la entrega de la República a sus sepultureros. Cierto es que había corrupción, desigualdad y exclusión en la Venezuela prechavista, pero la capitulación y la rendición ante el carisma del comandante, en la cual participaron tanto buena parte del liderazgo político, como de la clase media, fue la orden de entrada al colapso que hoy vive nuestra nación.

La obra de Pocaterra es un testimonio inapelable tanto sobre la división del país a comienzos del siglo XX como acerca de las condiciones de vida en las prisiones gomecistas. El escritor tiene una vivencia de primera mano del tema, y narra sus años como habitante forzado de La Rotunda. Leer este testimonio en el capítulo XXI de Memorias de un venezolano de la decadencia, titulado “La vergüenza de América”, es no solamente sobrecogedor por el detalle y la dureza de las descripciones, sino porque nos remite a los relatos de las víctimas de las torturas en las cárceles de la tiranía castrochavista que domina actualmente a Venezuela. Leamos el recuento de Pocaterra sobre uno de sus carceleros: “Nereo no bromea, marcha delante de Porras todos los días levantando las cortinas, hosco y serio, tiene una espantosa y digna circunspección en su cargo. No le calan chascarrillos; no los admite; es inflexible como el mal; es siniestro en su incorruptibilidad de verdugo”. Esto ocurría en 1919. ¿Cuántos de los testimonios de presos de hoy en las cárceles de Venezuela, presentados a la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, sobre torturadores cubanos o venezolanos no tienen a su Nereo?

Pero no es solamente la recreación de la tortura, sino la hecatombe que se cierne sobre Venezuela y que combina la tragedia de la pandemia con la destrucción del sistema de salud del país, del sistema educativo y el colapso de la economía. En muchos aspectos, hemos retrocedido a la época de Gómez, con el agravante de que, como lo reconoció Manuel Caballero en su obra memorable Gómez el tirano liberal,  en esos tiempos, a pesar de la negra noche de la dictadura, en ciertos aspectos se estaba construyendo un país. La tragedia mayor del chavismo es que se ha destruido todo sin crear nada a cambio. En eso se diferencia incluso de las dictaduras africanas, o del caso de Stalin en la Unión Soviética. O peor aún, del caso de Cuba, donde increíblemente se vive hoy mejor que en Venezuela. Esas tiranías no permitieron la desintegración de sus naciones como lo ha hecho el chavismo-madurismo.

Pero el texto más duro de releer en Memorias de un venezolano de la decadencia es el capítulo XXVII, especialmente la “Carta a un venezolano que deben leer muchos venezolanos”. En el libro no se precisa con detalle quién envió la misiva original que originó la respuesta del escritor. Publicada el 19 de octubre de 1923, y aparentemente dirigida a Luciano Suárez, en Nueva York, es la primera de tres cartas –las otras dos son del 3 de junio y del 9 de septiembre de 1925 y están dirigidas a Salvador de la Plaza. La primera carta de Pocaterra es muy importante porque el literato venezolano analiza el régimen gomecista. Comienza tomando las palabras originales de la carta que dio origen a la respuesta del escritor: “No se toma Ud. ninguna libertad al dirigirme su carta del 2 de este mes, puesto que dice hacerlo en nombre de muchos venezolanos que en el exterior no forman un núcleo preparativo para lograr la emancipación social y política de Venezuela, y que, según la propia expresión de Ud. son más bien unidades rotas y divergentes respecto al problema de aquel país”.

Sus palabras contra quienes aceptan el poder dictatorial o viven bajo su sombra son muy fuertes: “Esa actitud que Ud. denomina “expectante”  en nuestros compatriotas no sólo autoriza interrogaciones como las de su atenta carta, sino que renueva en quien va a contestarlas la tristísima idea que tiene hace ya mucho tiempo –aun antes de la dictadura de Gómez– de que los venezolanos «a la expectativa», los intelectuales «a la aprovechativa» y los políticos «a la especulativa», forman la trilogía consciente y paciente en que se asientan veinte y cuatro años de barbarie en ejercicio …”

Por supuesto que hay dirigentes políticos, líderes de la sociedad civil y ciudadanos de estos tiempos que se apartan de la deprimente línea de conducta descrita en Memorias de un venezolano de la decadencia, y cuyo valor y entereza nos dan razones para el optimismo. Pero las semejanzas y paralelismos entre los tiempos de la dictadura gomecista y los de la tiranía de la usurpación madurista son muchos y profundos. Lo suficiente para que nos preguntemos: ¿Qué se necesita para que aprendamos a no repetir el pasado?