«Relator se busca», podría haber titulado así. Se trata, sin duda, de una «habilidad» muy cotizada en estos tiempos en que cada país y cada gobierno –y en particular los autoproclamados «progresistas»– tiene su propio relato de su propia gestión. Y la de sus adversarios, también.
La propia, excelente, por supuesto. Y más que eso: ¡inmaculada! La de los adversarios: ¡deberían ir al cadalso!
En Argentina tenemos un relato sobre el kirchnerismo, con subidas y bajadas, pero ahora recuperando nivel a todo trapo, más el macrista –muy deslavado– y el de los no kirchneristas.
Hay un Brasil de Lula, del PT, que desborda de dones –con muchos presos, eso sí– y otro el de Bolsonaro, que también asusta.
Uno de Uribe y otro de los anti-Uribe y otro más de los pro FARC, Cuba y Chávez. En Colombia.
En cada caso con un desprecio total de los hechos y una falta de respeto por la historia. El caso de los Tupamaros en Uruguay, por ejemplo, que se levantaron en armas en 1963 cuando en el país imperaba una de las mayores democracias del mundo, reconocida en su momento hasta por el propio Che Guevara. No había ni presidente: el Poder Ejecutivo era ejercido por un colegiado de 9 miembros (tres de la oposición). Sin embargo, desde que el Frente Amplio subió al poder el nuevo «relato» dice que los Tupamaros se alzaron contra la dictadura de 10 años después. Esta se instaló en 1973 y los Tupamaros ya no operaban. Las Fuerzas Armadas en 1972, en unos pocos meses, acabaron con los guerrilleros revolucionarios y poco tiempo después, victoriosos y endulzados con el poder, avanzaron contra las instituciones.
Pero del que hablamos es del relator especial para la libertad de expresión de la CIDH. Edison Lanza, el actual relator, termina una muy buena gestión y habrá que designar un sustituto que asumirá en octubre próximo. En eso está la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Una tarea muy delicada, por cierto. Hasta ahora y con más de 20 años de existencia y 5 relatores, en 4 ha habido muy buena puntería: desde Santiago Cantón, que la inauguró en 1998, pasando Eduardo Bertoni, Catalina Botero y el nombrado Lanza.
¿Esto quiere decir que los cuatro nombrados conformaron a todos? No, nada que ver: su tarea no es conformar, precisamente, sino defender y velar por la libertad de prensa y del derecho de los ciudadanos de estar informados. Y en esto sí se ganaron el respeto de todos. Supieron poner freno cuando correspondía y avanzar cuando la situación lo reclamaba. No se afiliaron ni se sometieron a ningún «relato» de ocasión ni se amilanaron ante tantos “relatores” ni tampoco ante sus patrones. Hemos tenido suerte.
Pero cuando viene la renovación revuelan las expectativas, se fortalecen las esperanzas y hay más de un escalofrío. Es lo que pasa cuando uno mira la lista de los 10 finalistas, que en julio serán 5.
El origen de la Relatoría habría que ubicarlo en julio de 1997, cuando en la Conferencia Hemisférica –Crímenes sin Castigo contra Periodistas– convocada por la SIP, se pidió a la CIDH la creación de la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión. Fue la recomendación número 25, votada por la unanimidad de más de una cincuentena de «notables» del continente y de Europa y todas las más importantes organizaciones de defensa de la libertad de expresión y de los Derechos Humanos, que se dieron cita en Guatemala en julio-agosto de 1997. El pedido fue atendido por la CIDH en octubre del mismo año y creó la Relatoría la que recibió su espaldarazo en abril de 1998 en la II Conferencia Cumbre de las Américas, reunida en Santiago de Chile. Fue una gran conquista, pero desde el principio se supo que a la vez se generaba el riesgo de que se designara un mal relator. Eso implicaba retroceder y mucho.
Hay candidatos con muy buen curriculum (en los que se ven cara pero no corazones), que prometen mucho (cosa de candidatos) y los que o están afiliados a «algún relato» que subyace o sobrevuela, o que tienen su propio relato. Más que de curriculum y promesas, lo que importa es la trayectoria: qué han hecho, por dónde han andado y en nombre de quién.
Lo dicho: delicada tarea la de la CIDH. Ojalá que la suerte también esta vez acompañe.