«Olvidé mencionar que soy sensible no solo a la melancolía y a la jaqueca, sino que poseo, además, otro don casi místico: puedo percibir olores por teléfono»
Heinrich Böll, Opiniones de un payaso.
No pasó inadvertido el septuagésimo quinto aniversario de la Revolución de Octubre, tal el uso, la costumbre y los adecos llamaron a la defenestración del general Isaías Medina Angarita, penúltimo presidente militar andino y último mandatario gomecista. Con su derrocamiento se pretendía enrumbar a una nación semifeudal por el sendero de la modernidad, mediante un proceso de institucionalización democrática, sustentado en el sufragio directo, secreto y universal. De allí su relevancia. Otra revuelta, anterior a la juanbimbada vernácula, proletaria y circunstancialmente octubrista, se inició un día como hoy domingo 25: la Revolución bolchevique. Así quedó consignada en el calendario juliano. Estamos, pues, ante un aniversario de embuste, irrisorio y virtual, pues el asalto comunista al poder se conmemoraba en la Unión Soviética, con amenazante despliegue de tropas y armamento de última generación, cada 7 de noviembre. En el almanaque gregoriano, naturalmente. No sabemos cuándo será encomiado en el voluble cronograma madurista de onomásticos, lamentaciones y festejos movibles a conveniencia. No se olvida aún la morisqueta toponímica del hegemón escarlata, quien, con la temeridad característica del iletrado, calificó de genocida al colonizador mestizo y margariteño Francisco Fajardo y bautizó Guaicaipuro a la más importante arteria vial capitalina. Su bufonada provocó la reacción de la Academia de la Historia del Estado Nueva Esparta, cuya refutación de los infundios y sinrazones del vindicador de nuestros presuntos ancestros aborígenes, puso el punto sobre las íes de su incultura e ignorancia. Resulta tentador encasillar en la categoría de payasos, a pesar de no lucir excesivo rojo en los labios y abultada nariz postiza ni calzar enormes zapatos a la usanza circense, tanto a Nicolás, cuanto a su predecesor, Hugo; pero, sin duda, sería una descomunal falta de respeto a los payasos. Ignara y disparatera, la yunta bolivariana merecería más bien ser remedada en un entremés radial (frecuencia AM) a la manera de Julián y Chuchín, dos vivianes de postín.
«Como alguien llore en mi entierro no lo volveré a saludar». Si alguna vez me hubiesen preguntado a quien atribuir tan ocurrente advertencia, habría señalado a Julius Henry Marx. Y me habría equivocado, porque a pesar de su parentesco formal, e incluso conceptual con algunas frases del gran Groucho —«Damas y caballeros, estos son mis principios. Si no les gustan tengo otros»; «Cuando muera que me incineren y 10% de mis cenizas sea vertida sobre mi empresario»—, el irónico preaviso fúnebre lo debemos a su contemporáneo, el actor y director inglés Arthur Stanley Jefferson, mejor conocido como Stan Laurel, risueño y emblemático partenaire de Oliver Hardy en las populares y películas de El Gordo y el Flaco. El legendario dúo podría parecernos hoy una patética pareja de comediantes de feria, dada al humor grueso —en 1927 escenificaron la más grande batalla de tartas, tortas o pasteles jamás filmada, The Batlle of the Century— o, para simplificar pedantescamente, un par de cómicos de la legua inmortalizados gracias al celuloide. La cuestión es: ¿nos hacían reír con sus disparatados gags o se mofaban de nosotros? En un diálogo de Matar un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, Harper Lee, 1960) entre Dill y los hijos del entrañable abogado Atticus Finch, sus amigos —no recuerdo si leído en la novela u oído en la espléndida adaptación cinematográfica de Robert Mulligan (1962)—, aquel les dice a estos: «Cuando sea grande, será payaso… en relación con la gente, no hay cosa en el mundo que pueda hacer si no es reírme; por lo tanto, ingresaré en el circo y me reiré hasta volverme loco». Desconcertado ante semejante enormidad, el hermano de Scout Finch, Jem (Jeremy) le aclara: «Lo tomas al revés, Dill. Los payasos son hombres tristes; la gente se ríe de ellos», Pero Dill no da su brazo a torcer e insiste: «Bien, yo seré un payaso de una especie nueva. Me plantaré en mitad de la arena y me reiré de la gente».
Una cosa es hacer reír y otra, muy distinta, es ser motivo u objeto de risa. Esa sutileza distingue, pienso, al cómico del payaso. En este se aprecia, por lo general, un dejo de tristeza. Fue precisamente la pizca de melancolía, faltante en la mayoría de los bufones, guasones y bromistas hollywoodenses, exceptuando a Chaplin, el imán de una viñeta de Andrés Rábago García, El Roto, publicada recientemente en El País. El cartoon lo componen un payaso taciturno y la leyenda ¡El circo muere, imposible competir con el espectáculo político! No le falta razón al talentoso humorista español; sin embargo, quienes en Venezuela gestionan ilícita y gansterilmente el espectáculo público, no están realmente interesados en divertirnos, sino en distraernos de sus corruptelas y mojigangas administrativas, y ganar la adhesión de menesterosos y desaprensivos a través del antiquísimo e idiotizante asistencialismo aliñado de amenidades, cuyos perversos efectos en los romanos fueron amargamente criticados por Juvenal y con la célebre locución panem et circenses. En Venezuela el pan es cada vez más duro de roer y el circo está moribundo —enanos y maromeros seguramente sacrificaron a las fieras y se las comieron, a fin de no morir de hambre; luego, sensatamente, tomaron las de Villadiego, sin pararle medio (y sin miedo) a la pandemia—; no obstante, un impostor investido de maestro de ceremonias, usurpando cargo y funciones, se las ingenió a fin de gerenciar la agenda nacional a su capricho o antojo en función de una descomunal farsa comicial con promesas de pernil, juguetes y villancicos —Si la Virgen fuera roja/ y San José miliciano/ el niño Jesús sería/ un niño bolivariano—, a cambio de un paródico Congreso sin legitimidad de origen.
En la reseña de un libro del neurólogo Scott Weems, ¡Ja! Cómo nos reímos y por qué, colgada en Internet, la revista Central African Journal of Medicine informa: en enero de 1962, tres alumnas de un internado de Kashasha (Tanzania) se echaron a reír y su risa se propagó por toda el aula y contagió a la mitad del colegio. Y al pueblo entero. 14 escuelas cerraron sus puertas y unas 1.000 personas estuvieron liberando endorfinas y dopamina durante 18 meses. Casos similares se han registrado a través de la historia y la geografía universales. Si el 6D, un elector de la mesita pisase una concha de mango y fuese a parar al piso cual largo fuese, su caída podría provocar una reacción en cadena, no de resbalones y platanazos sino de risotadas y carcajadas tan contagiosas como la covid 19. Entonces, se pospondría la pantomima electoral para no hacer un ridículo universal. Imagine el lector los titulares en la prensa internacional. Es solo un deseo. Nicolás compra votos. Da rabia, sí. Pero, ¿por qué gimotear, si mejor es bromear? Según Seneca, «Todas las cosas merecen nuestra risa o nuestras lágrimas». El llanto está garantizado. Demasiado sufrir. No podemos renunciar a la risa. Como escribí alguna vez, «Chronos, padre de las horas, desespera a quienes anhelamos el derrumbe de la dictadura augurado en todos y cada uno de los escenarios y vaticinios de analistas y profetas habituales, pues, intuimos, ignoran no por quién, sino cuándo doblarán las campanas».
Con la incertidumbre a cuestas no hemos logrado poner cese a la usurpación. Para evitar que Don Nico, capo de tutti capi, y los caporegimi Padrino, Cabello. El Aissami & Co, continúen gozando una ola a costa nuestra o a cosa nostra, enfrentemos el fraude en progreso con una concurrencia significativa a la consulta popular propuesta y organizada por el gobierno interino. Reconozco, haber planteado en este espacio serias dudas respecto a la eficiencia del mecanismo consultivo —no a su pertinencia—, mas me retracto de lo escrito —únicamente los imbéciles no cambian de opinión, sostenía Teodoro Petkoff—, porque hay algo podrido en Miraflores y el hedor se siente hasta por teléfono. La comparecencia masiva de la oposición dejaría al descubierto el disminuido poder de convocatoria del régimen de facto. A pesar de las navidades adelantadas, las tomaduras de pelo vía sistema Patria, la irresponsable alternancia cuarentena/flexibilización y otras añagazas del zarcillo. Y si el señor del tiempo no nos favorece, probablemente Momo, divina personificación de la burla, sí lo haga, y la risa sea en verdad el remedio infalible prescrito en la sección de humor un tanto tonto de Selecciones del Reader’s Digest. Y quien último ríe, ríe mejor.
P. S: Una vez rubricada esta descarga, leo en El Nacional 3 chistes:« Nicolás Maduro aseguró que el país ha recibido una veintena de inversiones en los últimos días gracias a la ley antibloqueo»; «Arreaza rechazó que la OEA exija condiciones para los comicios legislativos»; «Funcionario del gobierno de Trump se reunió en secreto con Jorge Rodríguez para negociar la salida de Maduro»…¡ja, ja, ja!
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