En estos días, el gobierno de Nicolás Maduro desató toda su ira contra la banda Rawayana, un grupo musical venezolano integrado por jóvenes que expresan, a través de su arte, las realidades geográficas, sociales y culturales de nuestro país.
La verdadera razón de este ataque brutal es su identificación con los valores y liderazgos democráticos. Maduro, como cualquier persona, tiene derecho a escuchar, aceptar o rechazar cualquier género o grupo musical. Sin embargo, alguien investido de autoridad no tiene el derecho de usar su poder para denigrar a otros ciudadanos, censurar su arte o perjudicar su desempeño profesional.
Ante esta agresión ilegítima, una joven cercana me preguntó: “¿Será que algún día volveremos a ser felices, a estar alegres y a escuchar la música que nos gusta?”. Mi respuesta fue inmediata: “Sí, claro que lo lograremos. Venezuela recuperará la libertad, y con ella vendrán la felicidad y la alegría”.
Este incidente refleja los tiempos oscuros que vivimos: tiempos de barbarie, de censura y represión. Que unos artistas reflejen en su obra, de manera jocosa y creativa, las realidades de la diáspora no le dan a un actor político el derecho de usar su tribuna para descalificarlos ni para perjudicarlos económicamente.
La expresión “veneca”, que Maduro utilizó como excusa para lanzar su arremetida contra esta popular banda, es una palabra que se ha vuelto común en Hispanoamérica. Aunque originalmente tuvo un uso despectivo, hoy su connotación es más cordial y cercana, similar a la evolución de la palabra “gocho”. Lo que antes era una forma de ofender a los andinos ahora se usa, en la mayoría de los casos, de manera amistosa.
En un país con tantas dificultades y con un severo daño antropológico, la música y los espacios de recreación, que generan alegría especialmente entre los jóvenes, se han reducido drásticamente. Hoy, más que nunca, reafirmo mi convicción de que la alegría volverá a nuestra Venezuela. La reciente caída de la dictadura de Bashar al-Assad en Siria, tras dos generaciones de autoritarismo y más de 50 años de crímenes de lesa humanidad, nos recuerda que ningún régimen opresor es eterno. Esa dictadura, que parecía inamovible, terminó hundiéndose en sus propias miserias.
Maduro y su camarilla deberían reflexionar sobre esta lección. El poder no es eterno, y ningún autócrata tiene derecho a sumir a su pueblo en el dolor, la miseria y la muerte para perpetuarse junto a las mafias que surgen en toda dictadura. De ahí la importancia del principio de alternancia en el poder. Maduro nos ha arrebatado la alegría, la calidad de vida y, en última instancia, la libertad. Pero pronto recuperaremos todo aquello que nos fue robado. Siria acaba de demostrarnos que es posible.