Con mucha más facilidad de lo que predecían las encuestas, el expresidente Donald Trump ha ganado las elecciones. Se trata, por supuesto, de una decisión del pueblo norteamericano que debemos respetar. En todo ser humano hay muchas facetas, y es probable que sus muchos votantes –en esta ocasión, también se ha llevado de calle el voto popular– hayan identificado en él al político próximo a sus problemas, y no a la persona voluble y acosada por la justicia que solemos ver desde el otro lado del Atlántico. Después de todo, quienes le han votado no estaban tratando de elegir al preceptor de sus hijos, sino al presidente de su nación. Un trabajo difícil, en el que fracasó Jimmy Carter –un marino como el autor de estas líneas– a pesar de su reconocida integridad personal y dejó buen recuerdo Bill Clinton pese a su cuestionable moralidad.
En las capitales de todo el mundo –y en muchos de los humildes hogares donde se ve con preocupación la marcha del planeta– surgen irreprimibles las preguntas. ¿Qué va a pasar ahora? ¿Cómo nos va a afectar?
Si en lugar de una inexistente bola de cristal que nos muestre el futuro recurrimos a la historia reciente –advertencia de lo porvenir, decía Cervantes– podemos predecir que viviremos unos años de diplomacia áspera, dominada por la bronca y la descalificación personal. Veremos, además, cambios sustanciales en la política doméstica norteamericana y en las relaciones económicas con Europa y el mundo.
Sin embargo, me parece difícil que se produzca una alteración sustancial del escenario geoestratégico. Después de todo, la OTAN sobrevivió al primer mandato del republicano, a pesar de sus frecuentes amenazas y de los diagnósticos de muerte cerebral del presidente Macron. En el otro lado del cuadrilátero global, que sigue siendo el mismo, tanto Rusia –que, como sabe el lector, combate en el este de Ucrania desde 2014– como China, Corea del Norte o Irán siguieron a lo suyo, sin prestar demasiada atención a las advertencias del magnate, a pesar de que algunas de ellas –muchos parecen haber olvidado el ataque contra las fuerzas de Bashar al Asad, el pupilo de Putin en Siria– fueron rubricadas con varias decenas de misiles Tomahawk. Trump puede ser muchas cosas, pero no un pusilánime.
La guerra de Ucrania
Admitamos que, en el terreno de la geoestrategia, el primer mandato de Trump puede calificarse como relativamente conservador, aunque sazonado con frecuentes insultos. Pero ¿qué cabe esperar del segundo? Para tratar de adelantarnos a los acontecimientos tenemos las palabras del propio Trump. El reelegido presidente ha prometido que pondrá fin a la guerra de Ucrania en 24 horas. No ha explicado cómo, pero solo hay dos maneras de intentar parar ese conflicto. La primera es amenazar a Putin, por más que Trump sepa que difícilmente daría resultado porque para el dictador ruso, cuyo régimen no sobreviviría a la derrota, el dilema es la guerra o la vida. La segunda es abandonar a Ucrania a su suerte. Si así lo hiciera, tampoco se acabaría la guerra. Como Putin, Zelenski no sobreviviría a la derrota. Pero, al menos, Washington se desentendería del conflicto.
¿Tenemos entonces que suponer que Trump dejará de apoyar a Kiev en su guerra de supervivencia contra Rusia? Me cuesta admitir sin más que el nuevo presidente –y no lo vea el lector como una crítica a la persona, sino al oficio– se sienta atado por sus promesas electorales. En sus primeras declaraciones tras las elecciones, también ha prometido que arreglará todos los problemas de su país. Y confío en que sepa que eso no es posible.
¿Miente entonces Trump? No exactamente. Pero, como tantos políticos, suele mezclar hechos y promesas con opiniones que se pueden cambiar. Vea el lector un ejemplo: cuando en su campaña electoral aseguró a quien quiso escucharle que los haitianos que vivían en Springfield se comían a los perros de los vecinos de la localidad no estaba relatando un hecho, sino dando una opinión. Por eso, el que la Policía desmintiera el hecho –no constaban denuncias de desaparición de mascotas– no tenía por qué alterar su opinión… y no lo hizo. Ni la suya ni la de sus seguidores, que siguen «opinando» que los inmigrantes suponen un grave riesgo para los canes norteamericanos.
Pero disculpe el lector la digresión. Volvamos a lo que nos importa: ¿qué cabe esperar del presidente Trump? Es probable que trate de presionar a Zelenski para que ceda territorios y a Putin para que renuncie a sus objetivos maximalistas. Es casi seguro que fracase en ambos empeños. Enfadado, quizá decida cortar la ayuda a Kiev temporalmente, pero no tardará en reconocer que los Estados Unidos tienen unos intereses estratégicos –y una mayoría natural– que no casan bien con el imperialismo de Putin. Pensando en su legado y presionado por sus asesores, seguramente volverá al redil… con la única condición de que no se note demasiado. ¿No fue él, después de todo, quien dio luz verde a Mike Johnson, el speaker de la Cámara de Representantes, para que se votara la ley que, con cómoda mayoría bipartidista, aprobó las actuales ayudas a Ucrania?
Los primeros meses de su mandato pueden ser muy difíciles. Pero, apostando por esa posibilidad, tanto la OTAN como el G-7 se han adelantado a diseñar estructuras que den continuidad al apoyo a Kiev, no con la oposición, pero sí con el menor protagonismo posible de los EE. UU. Tiempo han tenido para crear esas estructuras, y solo cabe esperar que sirvan a los propósitos para los que fueron concebidas.
La guerra de Gaza
Si no cabe esperar cambios excesivamente drásticos –al menos de carácter permanente– en la guerra de Ucrania, tampoco me parece que vayamos a verlos en Oriente Medio… aunque, hoy por hoy, las apariencias puedan hacernos creer lo contrario.
Si el presidente Biden, presionado por su electorado, mostraba en público las discrepancias con Netanyahu mientras, entre bambalinas, le daba todo el apoyo que necesitaba, con Trump es probable que pase justo lo contrario. A los ojos del mundo, Netanyahu habrá conseguido un cheque en blanco. Pero, en privado, Trump, que heredará los problemas de Biden en este terreno y que, a pesar de su conocida inquina a Irán, tampoco quiere una guerra global durante su mandato, presionará para que al primer ministro israelí no se le vayan las cosas de las manos.
La tentación aislacionista
¿No hay razón entonces para temer que se produzca un empeoramiento del escenario estratégico en los próximos cuatro años? Yo no diría tanto. Para empezar, los insultos que se cruzaron los líderes europeos y el presidente Trump en su primer mandato debilitaron la cohesión de la OTAN, pieza clave de la disuasión que nos da seguridad. No hay que negar que el republicano tenía su parte de razón, porque la relación trasatlántica estaba entonces –todavía lo está– desequilibrada y encubría la dejadez de Europa en su defensa. Quisiera creer que el Concepto Estratégico aprobado en Madrid hace dos años, que incrementa el gasto en defensa europeo y supera los límites geográficos del tratado original con un enfoque 360º de la seguridad –destinado a cubrir, en cierta medida, los intereses norteamericanos en el Indo Pacífico o el Ártico– ayudará a que la convivencia con Trump sea más sencilla.
Un segundo motivo de preocupación –quizá el más importante– se deduce del hecho de que el futuro presidente haya prometido varias veces a lo largo de su campaña que no empezará ninguna guerra, sino que las terminará. Pero, ¿qué tiene eso de malo?, dirá el lector. El problema es que, obviamente, Trump se refiere a las guerras en las que interviene Estados Unidos. Sus palabras, que hay que entenderlas de cara a quien van dirigidas –la opinión pública de su país– apelan a la cara aislacionista que prevalece en uno de los dos lados de la moneda que representa al alma norteamericana.
El lector recordará que, en el siglo XX, cada vez que el pueblo de Estados Unidos cedió a la tentación aislacionista y se replegó dentro de sus fronteras se produjo una guerra mundial. Una guerra que quizá podría haberse evitado con la ayuda de Washington… y de la que, al final, ni siquiera ellos lograron librarse. La gran nación norteamericana ha tropezado ya dos veces en esta misma piedra. No hace falta una bola de cristal para identificar el riesgo de que ocurra una tercera vez.
Artículo publicado en el diario El Debate de España