OPINIÓN

Régimen y discurso de odio

por Miguel Henrique Otero Miguel Henrique Otero

La categoría “discurso de odio” se ha convertido en un lugar común de la política y las controversias en el espacio público. Se la usa a diario en los más diversos contextos. Diré más: se apela a ella con buenas razones, pero también sin fundamento.

A los enemigos de la democracia les gusta esgrimirla, para impedir la libertad de expresión o el libre ejercicio de la política. Los corruptos, los que trafican con sus influencias, los responsables de las innumerables formas que adquiere la delincuencia organizada, intentan escudarse y acallar a quienes los denuncian y dicen: somos víctimas de discursos de odio. Ahora mismo en España, desde el gobierno, en su estrategia victimista, se señala a quienes informan sobre las actividades de la esposa de Pedro Sánchez de incitar al odio.

Pero el ámbito que quiero comentar aquí es el de los regímenes del odio y el modo en que usan el discurso del odio para destruir los derechos de quienes, legítimamente, los adversan. Entiendo por régimen de odio el que fundamenta su existencia en la definición de un enemigo al que debe combatir y aniquilar. Los regímenes de odio no existen para mejorar la calidad de la vida, ni para resolver las necesidades de la ciudadanía, ni mucho menos para promover la convivencia, sino para alentar las divisiones, la hostilidad activa hacia los que piensan distinto.

La lógica del régimen de odio consiste en aplastar al otro, en negarle su derecho a existir, en proclamarlo ilegítimo, en convertirlo -haciendo uso de los recursos de la propaganda- en un agente contrario al interés público. Justamente por eso es que una de las acciones recurrentes de los regímenes del odio es acusar a los que considera sus enemigos (no sus adversarios) de ser propagadores de discursos de odio.

¿Quiénes coinciden en autoafirmarse frente a supuestos enemigos; en asumirse como víctimas de discursos de odio, al tiempo que lanzan las más aberrantes acusaciones, inventan perversas alianzas y conspiraciones, impiden las libertades bajo la justificación de que todo discurso distinto al propio es odio? La respuesta a la pregunta es evidente: Rusia, China, Venezuela, Nicaragua, Cuba, Corea del Norte e Irán, por ejemplo.

Hay que recordar que, por una parte, estos regímenes censuran, apresan a periodistas y los condenan, cierran medios de comunicación, judicializan el derecho a informar. Sin embargo, esta es solo una cara de la persecución. La otra es la constante actividad de absurdos señalamientos, denigraciones, acusaciones falsas que, desde el poder, se emiten de forma constante: una guerra incesante, interminable y desproporcionada, que con frecuencia alarmante no se percibe en toda su gravedad.

Esto es importante: es el poder -en concreto, el poder dictatorial- el que usa el odio de forma sistemática y estructural. Y digo dictatorial porque el hostigamiento verbal y simbólico, la descalificación y el acoso sin tregua tienen un único objetivo: conservar el poder, prolongar los privilegios, mantener intactas las redes y estructuras de corrupción y clientelismo que le aseguran impunidad y pervivencia en el tiempo.

En realidad, el discurso del odio es una técnica que ha sido cuidadosamente estudiada. Su fundamento es la continuidad: para que ella sea efectiva, no puede ser episódica o irregular, sino permanente y repetitiva. Mientras más machacona sea, mayor será su probabilidad de éxito, que consiste en despejar el terreno para la violencia física e institucional del régimen en contra de sus enemigos.

Y es en la noción de “enemigo” donde subyace otro de los principios de la técnica del odio: en persuadir al público de que hay unos “enemigos” y que esos “enemigos” no son solo de los poderosos sino de todos los ciudadanos. El discurso del odio busca que un determinado sector de la sociedad sea odiado por todos los demás.

Cuando un régimen de odio como el de Maduro establece quiénes son sus enemigos, comienza su paulatina y repetitiva destrucción: es lo que hace Venezolana de Televisión, que tiene varios programas dedicados a promover estereotipos, difundir chistes denigrantes o que deforman los hechos, o que ridiculizan o formulan aseveraciones desconsideradas. Probablemente no hay en el resto del planeta un canal de televisión (que alguna vez fue una televisora del Estado) que tenga en su programación principal -sus programas estrellas- espacios que no tienen otro propósito que mentir, difamar, asociar a ciudadanos de bien, a personas con alguna trayectoria pública o a dirigentes políticos democráticos, con hechos delictivos, a prácticas contrarias al interés del país.

¿Tienen alguna utilidad concreta las políticas de promoción de discursos de odio por parte del poder? Por supuesto que sí: siembran el terreno para el ataque físico a “los enemigos” del régimen. Si un político es golpeado durante un ataque realizado por un colectivo, el ataque será recibido con menos repudio si previamente la víctima ha sido señalada por los difamadores de Venezolana de Televisión.

La intención de fondo, como explican los estudiosos del tema, es que la opinión pública tenga la percepción de que la víctima de una paliza, por ejemplo, la merecía. Que el castigo recibido tiene relación con sus actuaciones previas.

Las campañas difamatorias deshumanizan y despersonalizan a las víctimas. Es lo que se proponía Chávez cuando se refería a los ciudadanos opositores como “escuálidos”, o lo que hace Maduro cuando, entre carcajadas, los llama “patarucos”. Estos aquí anotados son solo dos ejemplos de una conducta que es una verdadera operación propagandística, que usa los medios y recursos del Estado para humillar, ofender y descalificar a los que trabajan por un cambio para el país, y que debe ser denunciada, porque es una práctica tan peligrosa como el silenciamiento y exterminio de los medios de comunicación independientes en Venezuela.