OPINIÓN

Régimen de fuerza: El corsé ideológico

por Humberto García Larralde Humberto García Larralde

Como toda dictadura, la venezolana descansa en militares dispuestos a emplear la violencia para sostenerse en el poder, contrariando el ordenamiento constitucional. Se ha dedicado a expoliar el país, destruyendo su economía. Junto con las sanciones impuestas por violar derechos humanos, tráfico de drogas y por otros ilícitos, necesita el apoyo externo de países cómplices para mantener sus aparatos represivos. Asimismo, al haber desmantelado el marco institucional sobre el que legitimó inicialmente su mandato, se arropa con una narrativa “revolucionaria” para reducir su vulnerabilidad ante la crítica, tanto interna como externa. Pero ante su desgaste en el poder, el chavismo se vio en la necesidad de ir modificando su sentido. Para fines de exposición, diremos que ha habido dos grandes momentos de la narrativa chavista: 1) un momento inicial, de cosecha; y 2) un momento de atrincheramiento.

La prédica de Chávez cumplió inicialmente con los fines clásicos de toda ideología: aglutinar voluntades en torno a unos valores y sueños compartidos, para avanzar objetivos políticos destinados a tomar y conservar el poder. Muy probablemente, él y sus partidarios creyesen en lo que estaban pregonando.  En todo caso, su retórica cosechó valores y creencias que formaban parte de la cultura política existente. Su discurso se alimentó de la misma matriz de aspiraciones que habían sembrado AD y Copei. Cabalgó sobre el petroestado dispendioso para prometer que haría realidad lo que estos habían ofrecido, pero no cumplido. Siendo Venezuela un país bendecido por recursos naturales que le deparaban una fabulosa renta, tal incumplimiento era señal de que los gobiernos anteriores estaban al servicio de una oligarquía corrupta y no del “pueblo”. Chávez, redentor; acabaría con tales inconsecuencias.

En su cruzada, introdujo tres elementos que alteraron la dinámica política existente: 1) se proyectó como un “outsider”, colmado de las mejores intenciones e incontaminado por las triquiñuelas de los cogollos partidistas; 2) se erigió en auténtico heredero de Simón Bolívar, cuyo sueño para con Venezuela había sido traicionado por la oligarquía que dominó la “cuarta república”, incluyendo la democracia representativa adeco-copeyana; y 3) lo anterior lo tradujo en la presencia de enemigos del “pueblo” que él ofrecía combatir. Contaba con los militares, supuestos “herederos del ejército libertador”. En fin, ofreció refundar la república, rescatando sus propósitos originarios.

Chávez desató una ofensiva populista contra la institucionalidad democrática que marcó una ruptura con los gobiernos anteriores. Pero, al descansar su proyecto en un Estado paternalista y protagónico, nutrido de rentas petroleras que él pensaba inagotables, también hubo continuidad con estos. A pesar del sesgo abiertamente fascista de su prédica, repleta de proclamas patrioteras y militaristas, invocaciones épicas, llamados al combate contra los enemigos y descalificación de sus opositores como “apátridas”, su prédica tuvo acogida en un pueblo acostumbrado a esperar todo del Estado rentista y formado en el culto a Bolívar; el hombre providencial, salvador. Ello se facilitó, además, por una historia oficial que, lamentablemente, siempre acentuó las batallas y no los esfuerzos civiles por construir una república. Alimentó, así, una disposición a poner nuestro destino en manos del hombre fuerte a caballo.

Chávez encarnó un moralismo maniqueo y voluntarista. Para redimir al noble pueblo explotado por la oligarquía corrupta debía desmantelar toda restricción institucional que podía interponerse a estos fines. Asimismo, debía someter al sector privado para que su accionar correspondiese con esta misión. Al sucumbir al tutelaje depredador de Fidel Castro, las ansias de poder de Chávez encontraron un asidero más aplastante en retóricas antiimperialistas construidas en torno a la mitología comunista. Encontró eco en los delirios de partidarios suyos izquierdosos de que estaban haciendo una “revolución”. Aun cuando ello acentuó la ruptura con el discurso político tradicional, la captación de enormes rentas por el alza en los precios mundiales del crudo le permitió acompañar su prédica con un “socialismo de reparto” a través de las misiones sociales, que impidió la erosión de su respaldo. No obstante, sus intemperancias y atropellos dificultaban cosechar nuevos apoyos. Cobraban fuerza opciones políticas opositoras.

La sucesión de Chávez por un desangelado Maduro, privado en poco tiempo del portentoso ingreso petrolero que había sostenido a aquel y heredero del desastre económico y de las enormes deudas que había incubado bajo la superficie de su socialismo redentor, obligó a cambiar la funcionalidad del discurso “revolucionario”. Las penurias crecientes de la población llevan a Maduro a apelar abiertamente a la represión, dificultando atraer a nuevos adeptos con la narrativa preexistente, incapaz de competir provechosamente con relatos alternativos de fuerzas pro-democracia. La ruptura del Estado de Derecho dio paso a un régimen de expoliación, base de la complicidad de militares corruptos con la destrucción del país, que había que “justificar”. La ideología se va transformando en un instrumento de guerra que insta a sus partidarios –cada vez más reducidos– a cerrar filas ciegamente detrás del régimen y a absolver sus atropellos y estropicios. Es el momento del atrincheramiento ideológico, que termina por blindar la acción oficial frente a las críticas crecientes a su gestión, tanto domésticas como foráneas.

Chávez, por supuesto, había avanzado mucho en este camino, acosando a periodistas y medios de comunicación independientes y elevando su retórica de odio contra quienes lo adversaban. Los simbolismos invocados y las categorías discursivas empleadas terminaron construyendo una “realidad alterna”, refugio para el contingente decreciente de partidarios de la “revolución”. Metidos en su burbuja, devinieron en secta, inmunes a todo intento de interlocución con base en razones y referentes del mundo externo. Esta retraída rompía, también, con la distinción entre bien y mal que dimana de la ética de convivencia en una sociedad liberal. Ahora privaría una “moral revolucionaria” según la cual lo correcto sería todo aquello que hiciese avanzar los fines del chavismo, es decir, una mayor concentración del poder para aplastar al enemigo. Los enormes latrocinios cometidos, más la violación descarada de derechos humanos, solo eran inventos del imperio y de la “ultraderecha” opositora. Se afianzó, así, la “banalidad del mal”; la capacidad de cometer las mayores crueldades sin pestañear.

El espíritu de secta, atrincherado tras verdades reveladas, endurece al núcleo madurista. Asume su misión como un apostolado, una tropa, dispuesta al combate y obligada a creer los disparates que vocifera. La quintaesencia del fascismo. Un asunto de fe. Habiendo conquistado a Venezuela, nadie se los va a quitar. Por otro lado, los simbolismos y clichés blandidos suelen despertar, cual arco reflejo, solidaridades automáticas en sectores académicos y políticos foráneos, consustanciados con visiones primitivas de izquierda. Esa izquierda invertida (¿pervertida?) –pues defiende todo lo que pregona combatir– tiene influencia variada. Dependiendo del país que se trate, contribuye a obnubilar la verdadera naturaleza criminal de regímenes como los de Maduro, Ortega y los Castro.  Puede llevar a quienes se han ofrecido como custodios de que la negociación sea provechosa, a dejarse confundir por los intentos de trampear del fascismo.

El éxito de un proceso negociador entre Maduro y la oposición democrática requiere aislar a los fanáticos para poder identificar, con el oficialismo menos alienado, posibilidades de acuerdo. Por tanto, la lucha por la democracia en nuestro país requiere, también, desenmascarar la hipocresía de sus postulados, ante la comunidad democrática y los sectores menos dañados del chavismo.

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