¡Con la Iglesia hemos topado!, enhorabuena. Lo digo así, pues la coloquial expresión, para los esotéricos intérpretes del Quijote, significa que la Iglesia frena los ideales mundanos y es suerte de denuncia por su excesivo influjo sobre la política. Ella impedía, se alega, que el caballero de La Mancha topase con el palacio de Dulcinea.
Y lo vuelvo a decir, enhorabuena, pues la presidencia de la Conferencia Episcopal –Dios escribe derecho con renglones torcidos– sin hacerlo expreso pone de relieve lo que importa y es premisa para el reencuentro y reconciliación entre los venezolanos. Para superar nuestras desgracias comunes: refundar a la nación. Así lo proponen los obispos, con meridiana lucidez, en su mensaje del pasado 23 de junio. Entre tanto, quienes se afirman y consideran a sí nuestras “élites” –no se trata, obviamente, de la Ilustración de 1811– se reparten los despojos de una «república imaginaria».
Sobre lo último y circunstancial escribí la pasada semana. Ello basta, pues esta vez cabe retomar lo vertebral. Todavía más cuanto que, seguido al desmoronamiento del conjunto poblacional que integráramos los venezolanos hasta finales del siglo XX, ahora vueltos diáspora hacia afuera y hacia adentro, el asiento histórico de nuestros afectos y el sentido de la localidad que nutre a nuestra cultura nacional, por lo mismo cultura en propiedad y por diversa, lo han hecho añicos.
Otros poseen y dominan los espacios de la Venezuela que fue, pero por pedazos y como enclaves precarios, emulando a los encomenderos de nuestro siglo XVI, ahora doctrineros iraníes, rusos, cubanos, chinos; al punto que se puede sostener, sin yerro, que ningún amago de partido o “grupo” organizado a través de un WhatsApp, ni siquiera los actores o dirigentes al detal con los que mal cuenta la nación que se nos ha esfuma, es capaz de expresar o ejercer hoy la idea de la soberanía política, proyección de aquella.
No por azar dice el Episcopado, con propiedad y oportuna lucidez, luego de un vuelo rasante por nuestro pasado de emancipación e independencia, puntualizando sobre un momento en el que nos volvemos espadas como Carabobo, que “los oscuros nubarrones que se ciernen sobre el país y las consecuencias de malas prácticas políticas”, plantean la urgente necesidad de «refundar la nación».
Ello urge y es tarea para liderazgos –así, en plural, y para escapar a la rémora nuestra del mesianismo, del cesarismo– que alcancen a mirar al bosque sin golpearse con los árboles, con la paciencia mística de los jardineros: “En el árido paisaje de Grecia, los jardines eran tesoros que se transmitían de generación en generación, en estas parcelas verdes fue probablemente el origen de la primera asociación entre el verdor y el concepto de la divinidad”, escribe José Elías Bonells.
La metáfora del jardín, como expresión de una idea hasta ahora oculta, no solo estética, desentrañable, que alude a lo paradisíaco, a lo armonioso, al recuerdo de la pérdida de la relación entre el hombre y la naturaleza, es la apropiada para el propósito que nos espera. Es la vuelta atrás, hacia el instante del mito, para usarlo como astrolabio y luego dejarlo, a fin de alcanzar la utopía realizable. En nuestro caso, en el de los venezolanos, es volver a ser nación y juntar nuestras fragmentadas perspectivas, para marchar juntos hacia otra promesa.
La diáspora hacia adentro, la de los venezolanos que se dan al nomadismo social y político como en nuestros días aurorales, choca, efectivamente, con los árboles. No es capaz de imaginar el bosque. Su visión o cosmovisión se reduce a sobrevivir, sin tiempo para la memoria y con ella sostenerse en el tiempo, en procura de otra realidad menos ominosa. Mientras que la diáspora hacia afuera, que sufre el ostracismo y hubo de romper lazos con el lar de sus afectos, mira el bosque, las causas profundas de lo padecido, para no perder sus raíces u olvidarlas.
La aproximación entre esas perspectivas, lo creo a pie juntillas, es labor de orfebrería y una condición para restablecer el sentido de nación, que contiene a lo patrio: ¡Oh, patria mía tan hermosa y perdida! ¡Oh recuerdo tan grato y fatal!, reza el coro del Nabucco, como en los Salmos.
La refundación, alega la Conferencia Episcopal, dados los oscuros nubarrones que se ciernen sobre el país y “las consecuencias de malas prácticas políticas” ha de basarse “en los principios que constituyen la nacionalidad”; sin poner la mirada atrás con nostalgia, seguros, eso sí, de que “la herencia recibida”, el patrimonio intelectual de nuestros mayores y Padres fundadores, “nos permite seguir adelante” y reconstruir, una vez más.
Es tarea política y de visión larga, no diletante. Concierne al bien de todos, pero no es partidista ni de servicio a ideologías. Apunta al restablecimiento de lo común y cultural de los venezolanos, por sobre el caleidoscopio de nuestros enconos, de nuestras patadas históricas, de nuestra cabal indigencia frente a la solemnidad del cósmico mestizaje –plagio a Vasconcelos– que nos hace presa, y que aún sobrevive entre nosotros, superando las oscuranas de la barbarie.
Se trata de unir, bajo el “dolor de la patria”. Así lo hacen Rómulo Gallegos y sus compañeros de hornada desde La Alborada. Este, en Canaima, nos brinda la clave para la tarea pendiente, muy próxima a la descripción metafórica de Ortega y Gasett: “¡Árboles! ¡Árboles! He aquí la selva fascinante… el mundo abismal donde reposan las claves milenarias. La selva antihumana. Quienes trasponen sus lindes ya empieza a ser algo más o algo menos que hombres”. Entre tanto, cabe no distraerse en quienes reducen su hacer a la tala o el apeo dejando arideces al paso, sin reforestar para las generaciones futuras. Reconstruir es asunto de jardineros.
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