Todo refugiado duele. Duele en general, porque no se trata de un número más, como la cédula, el siete millones ochocientos, o algo así. Duele. Duele también familiarmente, en la amistad y los recuerdos. Aunque no se trate de ponerse nostálgico o reminiscente. Duele también en lo personal profundo. En lo existencial. En el desarraigo. Le duele al ido y al quedado. Quedados somos los de aquí. Quienes aún, acercándonos a las tres décadas, no hemos podido resolver la situación, para que el venezolano no deje de ser venezolano y se sienta partícipe de tierrita, cultura y afectos.
Huir no es una moda, como hace poco quiso vender el discurso oficial del régimen del terror. Tampoco caben las tapaderas técnicas con eufemismos del tipo «diáspora» o «migrantes». El venezolano afuera, como sea, es un ser humano que huye, que busca amparo en otro lugar más acorde con la realización de una vida. Y no es un número. ¿Cómo quedan los caídos? No integran los más de 7 millones. No cuentan ya, pero contaban. Sería bueno agregar a la sumatoria de primer país de refugiados en el mundo a aquellos que quedaron muertos en el camino, en el Darién, en la selva, en el mar. Los idos y los que no llegaron a contar como idos. Figúrense.
El ido lleva un rato su cultura. Lo vemos en grabaciones graciosas del tipo: un alemán que por primera vez prueba un tequeño con guasacaca. O mi amiga española que se lleva a la boca por vez primera una arepa de reina pepeada. A mí me lo hicieron con el mate en Argentina, todos expectantes. Desde luego que el bebedizo no me agradó. Me vengué con ron puro. En aquella época cuando íbamos y veníamos, normalitos. Va la cultura en el habla que nos caracteriza inconfundibles. En los coños, las vergas, las vainas, en los cónchales y otras cuchufletas. Pero van los sentimientos. Algunos sentimientos carecen de retornos. Se van. Por siempre.
Hacen nuevas vidas. Y el tequeño se convertirá en recuerdo lejano incomible. Algunos ni verán la hallaca este diciembre, como no sea en foto. En Noruega o Australia. Pero no es moda. Es terror. Terror a una muerte prematura. Al hambre. A la injusticia laboral. Al abandono de la salud. Al desamparo. ¿Por qué huye una población? Por la vida. Porque le niegan la vida. Y uno los ve triunfar. Con títulos. Con autos. Con casas. Productos del sacrificio. Los lucen orgullosos. Y son como héroes nuestros: Rodolfo lo logró, podemos decir con facilidad. No solo huyó sino que se instaló bien instalado. Tuvo sentido su huida. A otros, los menos, los señalan por delincuentes. Otros por otras vidas no santas. Pero más de 7 millones no pueden contarse como si fueran lo mismo como seres humanos. Hay de todo, desde luego.
Si algo no debemos perdonar ni perdonarnos es haber permitido todo esto. El desangramiento del país. Lo digo por los criminales y por quienes no hemos hecho lo suficiente -nunca se hace lo suficiente si no se logra- por acabar con quienes nos acaban a todos. Son menos, aunque sean poderosos. No valen disimulos. No hay escapatoria. Ni a mí no me interesa la política. Que hagan lo que quieran. Pues no. El propósito tiene que ser no desmayar y día a día contribuir todos a que el venezolano se sienta orgulloso de serlo. A dar una vida a quien se la merece aquí, así como somos. Los criminales que entre múltiples cosas provocaron esta estampida, no solo deben salir del poder, deben pagar sus crímenes diversos. Un fuerte abrazo a los venezolanos dispersos por el mundo, así no vuelvan nunca más y desprecien su gentilicio. A los que puedan leer esto, vulnerado también por la censura. El trabajo es hacer que vuelvan, en paz.