Lo primero que debemos recordar cuando intentemos evaluar las consecuencias de la reforma del poder judicial que en principio será aprobada la semana que viene por el Senado, es que se trata de una reforma “Hecha en México”, no en Dinamarca, Japón o Texas. En esto, personajes de gran inteligencia política, que por desgracia no se quieren mucho, como Ricardo Anaya y Aurelio Nuño, tienen toda la razón. La elección de jueces y magistrados, y sobre todo de ministros de la Suprema Corte, no es lo esencial de la reforma. Al contrario: el pueblo no va a elegirlos; el gobierno los va a escoger. Para bien o para mal.
En otras palabras, si los entiendo bien -Nuño en un artículo en Reforma, Anaya en una entrevista de radio- la composición de la Corte -para limitarnos a lo más importante en el corto plazo- no dependerá de cómo votemos los mexicanos, sino de cómo Morena, es decir, el gobierno de la 4T; es decir, Claudia Sheinbaum, con o sin López Obrador, escogerá unilateralmente a los ministros. Las tres listas -del poder legislativo, ejecutivo y judicial- serán elaboradas por el oficialismo. En el caso del ejecutivo y del legislativo, es obvio: manda la presidenta. Para el judicial, a reserva de algún cambio en el Senado, con la sustitución de Luis María Aguilar por una clone de Lenia Batres en noviembre, se impondrá por lo menos una lista donde la mitad de los integrantes le reporte a Morena (se supone que el pleno de la Corte actual nombrará a los diez candidatos del poder judicial, por mayoría simple). En otras palabras, los nueve nuevos ministros que en teoría elegirá el “pueblo”, ya vendrán palomeados. Todos, o una gran proporción de los que aparezcan en la boleta para integrar la Suprema Corte, habrán sido preseleccionados y aprobados por la presidenta, lideresa real de los legisladores y del gobierno. No hay manera, en teoría nuevamente, que se cuele un indeseable. O en todo caso, que se infiltren cinco, lo cual haría que Morena perdiera la mayoría que hoy no posee y que aún después de noviembre tampoco tendrá. No es una elección; es una selección presidencial, a la vieja usanza. Aunque por supuesto, desde la reforma de Zedillo, todos los presidentes designaron a ministros afines, o que creían ingenuamente que les serían leales (ver Zaldívar con Calderón, Ríos-Farjat y Alcántara con AMLO), para luego equivocarse.
Aquí entra la mexicanidad. Si la elección es una simple pantomima, la selección también lo puede ser. Es cierto que en 2025 Morena contará con las mayorías necesarias para armar las listas de candidatos a la Suprema Corte como se le pegue su regalada gana. Pero también es cierto que todo gobierno -en México y en China- suele verse obligado a negociar algunos aspectos de su gobernanza, aunque solo fuera para taparle el ojo al macho (casi siempre extranjero, este último), o para resolver conflictos internos recurriendo a un externo. En otras palabras, la lista va a ser construida a la mexicana, con favores a unos y otros, con vetos y apoyos, con cabildeo y cochupos, en fin, como se hacen las cosas en nuestro país desde tiempos inmemoriales.
Por eso, desconfío un poco de las tesis que auguran el final de la democracia en México con un poder judicial y una Suprema Corte construidos de esta manera. Todo se arreglará desde antes, como sucede con los juegos de azar en la calle (¿dónde quedó la bolita?), pero el arreglo no será un simple dedazo, sino un mecanismo más complejo. ¿Sería preferible el mecanismo actual, de dos ternas y luego la imposición? Probablemente. ¿Resultaría mejor una fórmula más sencilla, a la norteamericana, donde el presidente no envía una terna, sino a un candidato, y el Senado la aprueba o lo rechaza, aunque en ocasiones se baja antes de una votación? Me parece que sí, para evitar las simulaciones de las ternas (el relleno y la “presencia” del “bueno”).
Lo mismo puede decirse del resto de la reforma del poder judicial. Antes de espantarse demasiado, conviene recordar un hecho fundamental: esto es México, y México es así.