El petro ha dado mucho de qué hablar. Sobre todo porque entremezcla el mundo de la tecnología con el ámbito de la política monetaria, al tiempo que se conjuga el hecho de que su invención proviene de un gobierno como el venezolano, caracterizado no precisamente por la disciplina fiscal y la provisión de estabilidad para su moneda de curso legal. Así lo evidencia el reciente período hiperinflacionario y la destrucción de las funciones dinerarias que en algún momento tuvo el bolívar.
De esta forma, pudiera afirmarse que, como regla general, existe un consenso generalizado entre economistas y analistas en negar la naturaleza de moneda o criptomoneda al petro. El argumento o argumentos resumidos básicamente estriban en dos líneas discursivas: la primera, desde el punto de vista técnico, la cual afirma que el petro no es una criptomoneda porque no cumple con los requisitos esenciales que caracterizan a este tipo de activos. La segunda, fundamentada en un enfoque económico, apunta a que el petro no cumple las funciones esenciales del dinero, en virtud de lo cual carecería de sentido considerarlo como una moneda en el sentido ortodoxo del término.
Si bien estos argumentos tienen un peso de importancia, empíricamente existe un aspecto que debe tomarse en consideración: el gobierno no cesa en su empeño de imponer el uso del petro, y a pesar de su oscurantismo, la evidencia sugiere que existen al menos ciertos tipos de transacciones que sí se están efectuando a través de este activo. Ciertamente, aunque la discusión sobre la condición monetaria del petro sea debatible, el mercado venezolano presenta suficientes indicios para presumir que el petro existe, y existe cuando menos como un mecanismo o medio de pago que emplea el Estado venezolano para el cumplimiento de determinadas obligaciones.
Cuando hablamos de la existencia del petro, nos nos referimos al activo de forma material. Desde luego, se trata de un intangible, un activo desmaterializado que, dotado de no poca opacidad, se emplea en determinados sectores de la economía venezolana. La pregunta que sigue es más que lógica. ¿Está dispuesta la población venezolana a abrazar masivamente el petro como medio de pago o, por el contrario, se inclinará a profundizar aún más el uso de monedas extranjeras en su transaccionalidad diaria?
El gobierno ha implementado una serie de incentivos, especialmente fiscales, para incentivar el uso del petro. Al adolecer de confianza, sin embargo, el activo corre la misma suerte que el dinero fiat. Nadie quiere emplear una moneda o un medio de pago en el que no confía. Al menos no masivamente. Y la razón es bastante lógica: el petro puede terminar como el bolívar, con las mismas deficiencias monetarias de la moneda de curso legal venezolana, con la adición de otros males adicionales que se derivan directamente del advenimiento de una nueva tecnología, la nivelación de conocimientos para la población y la proliferación de plataformas para su transaccionalidad a través de instituciones financieras.
Sin embargo, la estrategia del gobierno no debe ser subestimada. Una y otra vez el oficialismo ha demostrado su capacidad de adaptación a circunstancias que parecían impensables, por lo que no debe menospreciarse el hecho de que se halle algún tipo uso sostenible para los intereses propios del régimen, al tiempo que una buena parte de la población hace su vida económica al margen del petro. Con base en esta premisa, lo peor que pudiera hacer la intelectualidad económica venezolana es afirmar de forma tajante que el petro no existe y que por ello no reviste mayor importancia su estudio.
Nos guste o no, el gobierno se empecina en su proyecto de ingeniería social monetaria, y bien es sabido lo difícil que es convencer a un socialista de que desista de sus delirios de planificación de la vida humana. Por ello, mejor prestar un poco más de atención a lo que pudiera convertirse en un aspecto de importancia en la vida económica del país. Es mejor prevenir y no subestimar la manifestación de lo incomprensible.