El mundo de estos comienzos de siglo y de milenio, a 80 años de Normandía, muestra gran agitación. Reinan la confusión y la incertidumbre. Como no se tienen objetivos comunes (ni ante los problemas más graves) cada actor propone proyectos diferentes. Esto provoca conflictos internos y enfrentamientos internacionales. Es tiempo de guerras y violencia. No se ha impuesto la paz, como hasta hace poco se creía en Europa. Se ignoraban los combates que ocurrían en Asia, Medio Oriente y África y la intranquilidad en América Latina. Ese ruido de armas no augura bienestar para la humanidad en las próximas décadas.
En realidad, este no es un momento más agitado que otros. Cierto: de dificultades, con crisis y convulsiones en todas partes. La paz ha sido alterada con guerras (en Ucrania, Siria, Yemen, Gaza, Libia, Sahel, Sudán) y conflictos endémicos (en Etiopía, Somalia, Nigeria, Congo, Turquestán, Cachemira, Birmania, Colombia) en tanto que los más graves problemas sociales (hambre, ignorancia, desigualdad) se mantienen. Todavía millones de seres humanos viven en condiciones que los exponen a enfermedades, sin servicios esenciales (agua, electricidad, cloacas). Además, los gastos en armamento y las crisis económicas impiden el despegue hacia el desarrollo en muchos países, que se sienten condenados a la indigencia. Según Informe del Banco Mundial (diciembre 2023) 1.836 millones de personas viven en pobreza, 690,8 millones de ellas en pobreza extrema. El organismo clasifica 135 países (con 84% de la población global) como de ingreso bajo o mediano y el resto como de ingreso alto.
El mundo actual nos inquieta y nos interpela en el reclamo de los desposeídos. Sin embargo, las condiciones de vida referidas no son nuevas (salvo regresiones, como Venezuela). Algunas vienen desde siempre o hace tiempo, herencia de problemas no resueltos. Incluso, desde antes del proceso de reencuentro de las naciones (o globalización). Con todo – conviene señalarlo – nunca la mayoría de la humanidad vivió en condiciones mejores. Hace doscientos años, sólo 1% de la población mundial no era pobre y el promedio de vida general era de 28 años. En el Paleolítico era de 18-20 años. Hoy sobrepasa los 70 años. Muchos males o dificultades (cambio climático, movimientos telúricos, sequías, epidemias) tienen causas ajenas a la acción humana que, al intensificarse con el crecimiento económico, los ha agravado. Con todo, se ha perdido la oportunidad de un tiempo mejor. Las razones son varias (afán de riquezas, falta de solidaridad, ambición de algunos).
No es esta la primera época violenta. La historia de la humanidad ha sido una sucesión de luchas: contra los elementos (fuego, agua, fuerzas telúricas), los animales y los miembros de la especie. La primera imagen narrativa conocida (de entre 17.000 y 15.000 años atrás) de alguna acción humana muestra (en la cueva de Lascaux) la muerte de un hombre que enfrentaba un uro (o toro?). Las sucesivas migraciones desde el este de África y la posterior dispersión desde el centro de Asia hasta todos los confines fueron provocadas por el deseo de aventura, la búsqueda de ambientes propicios y, sin duda, los desencuentros. Lo revela el episodio de la confusión de las lenguas, contado en varios relatos antiguos. No conocemos exactamente las circunstancias de la desaparición de las demás especies del “homo” (neandertales, denisovanos y otras), pero es probable que en esos hechos haya influido la actividad de los “sapiens”.
Los tiempos posteriores no han sido más tranquilos. A pesar del dominio adquirido sobre la naturaleza, de los avances del pensamiento y de la ciencia, de los logros en la organización social, los hombres no dejaron – ni aún hoy en día – de luchar entre sí, por la defensa de sus intereses parciales o en procura de sus ambiciones. Frecuentemente, los individuos de un pueblo o nación se mataron o se hicieron daño unos a otros. Extrañamente, grandes conflictos fueron consecuencia de transformaciones en las condiciones existentes provocadas por innovaciones que debieron beneficiar a toda la humanidad. Así ocurrió durante la era de los descubrimientos (que impulsó la colonización), o en los primeros tiempos de la Revolución Industrial (que requirió de materias primas), o tras el avance espectacular de la ciencia en tiempos recientes para vencer distancias y obstáculos. Siempre, los progresos despertaron ambiciones (riqueza y dominio) de hombres y pueblos.
Es propio de la especie humana la aspiración a mejorar sus condiciones de vida. El hombre, proyecto del Creador, dotado mediante la evolución de características excepcionales, se ha servido desde la antigüedad de instrumentos materiales y formas sociales para superar carencias de su estado natural, cercano al de sus parientes animales. El final de la Edad Media dio comienzo a una nueva búsqueda, que realmente constituyó un “renacimiento”. El hombre se re-descubrió a sí mismo y se hizo centro de la creación. “Gran milagro es el hombre” recordaba en 1786 Pico de la Mirandola: libremente se “define a sí mismo”. Esa concepción dio lugar a ensayos políticos: en los extremos, el absolutismo (que pretendió fundar el poder en la designación divina) y la democracia (que dejaba la escogencia en la voluntad general). Afirma ahora que le corresponde fijar su destino. Es dueño de su suerte, individual y colectiva. Es libre, plenamente.
El triunfo del liberalismo pareció anunciar una época de progreso continuo, hacia un mundo mejor. Gracias a la libertad y a los avances científicos, las necesidades humanas podían ser satisfechas. “La libertad de hacer uso público de su razón” permite al hombre servirse de su inteligencia y alcanzar su liberación, explicaba Immanuel Kant en 1784. En efecto, se abrió la posibilidad de superar deficiencias y males (especialmente en materia de alimentación, salud y educación). Pero, aunque se extendieron los ámbitos de la paz y la libertad en democracia, los beneficios no llegaron a todos. No se logró la felicidad general. Las ambiciones de dominio de ciertos estados condujeron a guerras totales como no se habían conocido (precisamente entre algunos donde se había alcanzado los más altos niveles de bienestar); y las propuestas de ciertos movimientos que prometían sociedades felices (e igualitarias) llevaron al establecimiento de dictaduras totalitarias (fascismo, comunismo, fundamentalismo).
Cuando terminó la segunda guerra mundial (en agosto de 1945, con la rendición de Japón) muchos pensaron que la tragedia que representó en vidas perdidas (más de 60 millones de personas, 2/3 civiles) y bienes destruidos (de valor incalculable) serviría de advertencia para el futuro. Además, había aparecido el arma nuclear que causaba en segundos más daños que los experimentados en cualquier conflicto anterior. Nunca, pues, se repetiría! No fue así. No cesaron de disparar los cañones ni dejaron de estallar las bombas. Y las ideas y sentimientos (nacionalismo, liberación de los oprimidos) que se había despertado sustentarían nuevas luchas. En realidad, el sistema creado en la Conferencia de San Francisco para garantizar la paz no resultó plenamente eficaz. Porque sus bases reposan en un frágil equilibrio de potencias, amenazado por los intereses encontrados de ellas mismas y la pretensión de los excluidos de ejercer mayor influencia, lo que lo paraliza.
Vivimos la herencia del sistema de paz armada instalado en 1945. Porque los vencedores no tenían los mismos propósitos y, en consecuencia, se enfrentaron posteriormente (si bien no directamente); o carecían de unidad interna (por desacuerdos entre los grupos dirigentes o la aspiración a la autonomía de entidades que integraban sus estructuras). En todo caso las diferencias dieron origen a conflictos de gran amplitud, que han causado millones de muertos: en China, en Corea, en India, en Indochina, en África, en Medio Oriente, en Centroamérica y también en Europa. Porque conviene recordar que allí se sucedieron la guerra civil de Grecia (1946-1948), la división de Chipre (1974) y la implosión de Yugoslavia (1991-2001). Son, en realidad, la continuación de un proceso o de una marcha, que responde a instintos o aspiraciones – nobles unos, indignos otros – de la naturaleza humana. Para manejarlos, sin negarlos, se requiere “atreverse a pensar”, como reclamaba Horacio.
La historia de la humanidad es en gran medida la de los enfrentamientos entre seres de una misma especie. Los narran los libros, desde los más antiguos. Pero, también es la de los anhelos de paz. Lo atestiguan los numerosos tratados suscritos entre los combatientes, grabados en piedra en los primeros tiempos. Esa aspiración alienta el ánimo de detener la muerte y la destrucción que lleva consigo la lucha. Pareciera que nunca se ha de lograr en forma completa, pero se insiste siempre. Porque la historia – cuyo rumbo corresponde al hombre en libertad por voluntad del Creador – tiene sus caminos.
X: @JesusRondonN