En el siglo XX, las revoluciones fueron violentas. En el siglo XXI, sus mutaciones populistas han sido plebiscitarias. Pero se parecen mucho. Se presentan como «auroras» de la historia cuyo advenimiento implica todo tipo de «costos». Los líderes los asumen tranquilamente porque los atribuyen al régimen pasado, a los enemigos presentes o, en última instancia, a las propias víctimas que no comprenden la gran idea, el gran principio, la gran transformación.
Para los redentores, la vida humana individual no es importante: lo importante es la ideología y el poder. Lenin escribió: «Un momento como el del hambre y la desesperación es único para crear entre las masas campesinas […] una disposición que nos garantice su simpatía o en cualquier caso su neutralidad». En 1919, cuando un profesor escribió a Trotski diciendo que pasaba hambre, el revolucionario le respondió: «Eso no es pasar hambre. Cuando Tito sitió Jerusalén, las madres judías se comían a sus propios hijos. Cuando […] las madres de Moscú comiencen a devorar a sus hijos, usted podrá venir a decirme: “Aquí pasamos hambre”».
La imagen de Saturno devorando a sus hijos inspiraba a los bolcheviques. A nadie más que a Stalin. Para mantener la pureza de la Revolución, antes de modificar su plan quinquenal o dar un margen de libertad a la economía o la política, Stalin orquestó directamente la gran hambruna de Ucrania. Se llevó a cabo por diversas vías: requisa de cosechas, sellado de las fronteras, aislamiento de los pueblos, prohibición de importaciones. El invierno de 1932 fue inclemente y, al llegar la primavera, el saldo de muerte y desolación era atroz.
La prensa internacional ocultó la noticia. El corresponsal de The New York Times estaba en la nómina soviética. Muchos intelectuales de Occidente, como los esposos Beatrice y Sidney Webb, visitaron la URSS para estudiar el experimento soviético y proclamar sus glorias. H. G. Wells entrevistó a Stalin y afirmó que era un alma noble, muy querida por el pueblo. Turista en Moscú, el intelectual mexicano Vicente Lombardo Toledano escribió que el régimen había acertado en «no darles a los campesinos iguales derechos que a los obreros» porque se habían echado a cuestas la creación «de un nuevo régimen en la historia». Según Lombardo, en Ucrania los campesinos habían sido responsables de su propio desastre pero finalmente habían «digerido la doctrina» y celebraban la colectivización: «las trojes llenas de trigo, los pies con buenos zapatos, la mesa llena de alimentos sanos y frescos…».
Orwell registra la hambruna en sus ensayos de los cuarenta, pero pasaron las décadas sin que nadie, excepto los ucranianos, conservara memoria viva de los hechos. ¿Cuántos millones de campesinos murieron? En 1986, Robert Conquest publicó The Harvest of Sorrow, obra pionera sobre la hambruna. Sin acceso a los archivos secretos soviéticos y basado en testimonios y datos censales, calculó el número de muertos en 5 millones. Estudios más recientes elaborados a partir de esos archivos reducen la cifra a 3,3 millones. En los últimos años han salido a la luz varios libros, documentales y películas sobre el Holodomor (que significa “matar de hambre”, en ucraniano). Los motivos de la hambruna no fueron solo ideológicos o económicos: se trataba de exterminar la cultura ucraniana.
Tres lecciones se desprenden de ese episodio atroz del siglo XX. La primera es el irreductible fanatismo de los líderes que no tienen empacho en sacrificar a las personas concretas en el altar de las ideas abstractas. La segunda es la criminal complicidad de los intelectuales dogmáticos en esos crímenes. La tercera es la evidencia de que, tarde o temprano, la verdad se abre paso: Stalin mató a sus críticos pero es él quien habita el infierno de la historia.