El tránsito que nos condujo desde la caída de la Primera República hasta Carabobo y desde Carabobo hasta 1830, fue el arco temporal que conjuró a la república naciente y al liberalismo criollo originario, reduciendo la cuestión venezolana al cambio de monarcas por caudillos, a cuyo efecto se desmiembra la Gran Colombia una vez como el constituyente boliviano de 1826 –Bolívar ante la crisis– pide la presidencia vitalicia y a la vicepresidencia como una heredera forzosa. Hugo Chávez Frías y Nicolás Maduro Moros recrean esta obra y la escenifican 186 años más tarde.
Es este, pues, el nudo gordiano que cabe desatar y desentrañar como madeja a fin de redescubrir lo distinto de lo repetido y acaso desvirtuado o impreso de modo indeleble en los genes republicanos nuestros, ganados para los mitos y negados a la utopía; que nos hacen proclives al hombre prometeico y para afirmar con ello nuestros complejos coloniales. Estos nos niegan, aún, el vivir con plenitud la experiencia de una libertad social y política responsable, nos evitan ser nación y patria cabales.
Nuestra diversidad local, como espíritu que de hecho aún subyace en lo venezolano a pesar del renovado centralismo político que se nos ha impuesto, es la prolongación de la tormenta de miríadas de naciones originarias que fuimos al principio, luego recogidas en pueblos de doctrina y localizadas. Éramos naciones varias y nómadas, poseídas unas veces con pasión, otras con violencia, y entre ellas mismas, unas con las otras; luego se les sumarán las migraciones llegadas desde tierras lejanas: desde Hispania y el África. Esa es la base y la fuente, en suma, de nuestra cultura sincrética que nos sitúa como realidad de presente invariable y de un Ser que aspiramos siempre a serlo, como adanes.
Atendiendo a lo subjetivo, tratando de auscultar en búsqueda de esa conciencia de nación que ha de mirarse desde lo local y en el mestizaje, si nos seguimos por Ramón Díaz Sánchez dirán algunos que somos y heredamos al ser que ha sido y es el español que nos conquistara: “Ama la libertad, es individualista, rebelde e igualitario en la misma proporción en que es místico, déspota, aristocrático, supersticioso y anticientífico”. Otros verán al ser que nos integra desde la vertiente indígena, trasladándosenos el carácter guerrero y violento de algunos de nuestros originarios o la proverbial mansedumbre de otros, como los arahuacos, que migran para evitar ser esclavizados o vendidos por los caribes.
En cuanto a la savia africana que alimenta nuestro ser, estudiada por Arthur Ramos y en narrativa que hará propia el mismo Díaz Sánchez: “…en el barco negrero en el que se mezclaban negros provenientes de los puntos más diversos, y pertenecientes a pueblos de culturas desiguales, se produjo una solidaridad en el dolor, una asociación en el sufrimiento por una comprensión mutua del destino común. [L]os esclavos a bordo del buque negrero se llamaban unos a otros malungo, esto es, compañero, camarada”, introduciéndose entre nosotros la cultura de la igualación y lo parejero.
En línea con lo aspirado por la Conferencia Episcopal Venezolana, la búsqueda de nuestras raíces ha de quedar atada a una clara postura antropológica, no desasida del salto tecnológico que todo lo condiciona en la hora. No por azar ha dicho esta –cabe reiterarlo– que la refundación de la nación debe realizarse sumando la praxis a las ideas, bajo “los criterios de la ciudadanía e iluminados por los principios del Evangelio”. Y no se olvide que nuestra primera constituyente histórica, lo afirmo así en mi poco conocido libro La mano de Dios: Huellas de la Venezuela extraviada, es la que se reúne en la Caracas de 1697, convocada por Diego de Baños y Sotomayor, en la Santa Iglesia Catedral, para el Obispado de Venezuela y Santiago de León. Al efecto se adoptan las Constituciones sinodales, una suerte de código de derecho canónico que abarca con su fuero al mundo civil, formándose asamblea con el gobernador y capitán general de la Provincia y algunos diputados de aquella gobernación.
Que las naciones necesitan “conciencia de sí mismas” para poder construir “algo digno y durable” es lo que piensa el trujillano don Mario Briceño Iragorry (Introducción y defensa de nuestra historia, Caracas, 1952); conciencia de unidad, precisa Rafael Caldera. Pero, trasladando la observación de este sobre el conjunto de lo latinoamericano a lo venezolano, procede concluir en que el sustantivo de aquella conciencia o sentimiento es la “solidaridad pluralista”, la solidaridad como unidad entre diversos, entre los localismos dominantes, sentido distinto a la de la unidad que reclaman los déspotas. Es decir, que, mediando una unidad de origen, de lengua y de religión y gradaciones varias en el mestizaje común, la diversidad es un hecho irrevocable, mientras que la unidad bien entendida es un producto de la conciencia, que adquiere su concreción en la idea de la “voluntad de nación”, como lo destaca el expresidente.
Y para que haya “voluntad de nación” –que al cabo habrá de expresarse luego en nuestra Constitución, otra distinta de la actual– se requiere de nación, y ella ha desaparecido, debemos reconstruirla. Sin nación no hay república, salvo una mendaz e imaginaria. Por lo que finalizó con una pregunta necesaria, a la que habremos de encontrarle respuesta cada uno de nosotros, desde nuestros fueros íntimos y que la formulo en mi señalado libro sobre nuestros primeros 300 años desde cuando se nos bautizase como la Pequeña Venecia:
¿Existió –fuera del Estado y los partidos, o los cuarteles– una identidad o espíritu venezolano en algún momento de nuestro trasiego histórico multisecular, que nos sirva de ancla, dentro de una realidad que como la nuestra termina sus días en una suma forzada o arrejunto de grupos, intereses y egoísmos, donde la mayoría nos hicimos diáspora de desplazados, hacia adentro y hacia afuera? Esa es la interrogante que hemos de responder ante nuestras conciencias, antes de asumir el sagrado compromiso de ponernos la patria al hombro y reconstituirnos.