Las medidas de fomento que disponen los gobiernos con el propósito de estimular la actividad económica y de tal manera obtener una afirmativa respuesta de los agentes que conforman el sector privado, suelen implementarse en períodos de recesión, aunque igual pueden ser oportunas en tiempos de relativa estabilidad. En fecha reciente ha sido promulgada la Ley Orgánica de las Zonas Económicas Especiales, cuyo objeto –según sus proponentes– es regular la creación, organización, funcionamiento, administración y desarrollo de circunscripciones específicas, así como los incentivos, rebajas fiscales y de otra índole que fueren aplicables conforme al modelo de desarrollo concebido por el régimen en funciones de gobierno. En este orden de ideas, se plantean delimitaciones geográficas que al parecer contarán con un modelo socioeconómico diferenciado, en las cuales se sugiere desarrollar actividades calificadas de estratégicas –sus intenciones apuntan a diversificar y aumentar las exportaciones, así como también a impulsar el desarrollo industrial y auspiciar la sustitución selectiva de las importaciones–.
La respuesta de los empresarios e inversionistas a los programas de estímulo no suele ser inmediata y de suyo viene precedida de minucioso y concienzudo análisis del marco general –ejemplo, la cultura y estabilidad política–, del entorno económico –PIB, inflación, brecha externa o déficit en la cuenta corriente de la balanza de pagos–, de las políticas fiscal y monetaria, del funcionamiento de las instituciones del sector público y sobre todo del respeto a la ley y a la propiedad privada –esto último es esencial para el fortalecimiento de la confianza como eje fundamental de cualquier sistema económico que pretenda ser exitoso–. Sobre la confianza, es preciso puntualizar que como tal no se decreta –no es asunto que depende de la voluntad o necesidad del gobierno–, forma parte de la psicología tanto del empresario como del consumidor e incide poderosamente en el desempeño de la economía –mucho más que otras variables de significativa importancia–. En el sentido de lo apuntado, la credibilidad y el prestigio de las instituciones del sector público y de quienes temporalmente las administran, son factores determinantes de la confianza que puedan tener los agentes económicos en un momento determinado.
Queda suficientemente demostrado que cuando se desvencija el Estado de Derecho y desfallecen las instituciones, la confianza en un sistema económico establecido disminuye ostensiblemente, afectándose el desenvolvimiento de la sociedad en su conjunto. Ello se refleja primeramente en los indicadores de consumo e inversión y naturalmente en el crecimiento de la renta o del valor de bienes y servicios producidos por una economía en un período definido. Las naciones hispanoamericanas y sus economías vienen padeciendo desde hace décadas un serio problema de confianza, siempre en función de los vaivenes de la política, de las aspiraciones desatendidas sobre todo para con los menos favorecidos, de repetidos dislates en la concepción e implementación de políticas públicas –con sus resultados mayormente nefastos– y de los enfrentamientos de corte fundamentalmente ideológico entre distintas parcialidades aspirantes al ejercicio de la función de gobierno; un drama público y recurrente de marchas y contramarchas que alternativamente fortalecen y destruyen la confianza, mientras se despilfarran recursos y se pierden oportunidades históricas.
El caso venezolano enfrenta numerosos desafíos. Por una parte, los actores políticos, sean afectos al régimen o a los partidos de oposición, no originan confianza –habrá excepciones, aunque todavía ineficaces o poco perceptibles–. Por otra parte, no puede haber calidad de vida en términos de bienestar social y en atención a las necesidades individuales –es decir, desarrollo personal, libertad de elegir, tranquilidad emocional–, mientas no se afiance de manera objetiva y vigorosa el imperio de la Ley –sin duda la más importante de las instituciones–. Entre nosotros, el declive de valores republicanos se desdobla en la palmaria caída de las instituciones llamadas a crear y preservar la confianza del ciudadano y de los extranjeros que se acercan a contemplar las posibilidades del país en sus diferentes planos de actividad.
Un comportamiento ético, colmado de integridad y afanado de los parámetros del buen vivir –la satisfacción de las necesidades básicas de la persona humana en ambiente de paz y armonía con sus semejantes y con el entorno natural–, así como el riguroso respeto a los derechos que consagran la seguridad personal, la propiedad privada y la resistencia a la opresión, podrán restablecer no solamente la confianza en el país y sus oportunidades, sino además el prestigioso papel que Venezuela jugó por décadas en la comunidad de naciones democráticas –particularmente en Hispanoamérica, por obvias razones–. No regresará la confianza en el sistema económico mientras todo se reduzca a buenas intenciones manifestadas en discursos, eventos pomposos y leyes ordinarias u orgánicas; en esta materia, la restitución de la República civil con todos sus atributos jurídicos y funcionales es nuestra única posibilidad.
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