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Recuerdos personales de Juana de Arco

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Nació improbablemente en 1312,  en la aldea de Donrémy, riberas del río Mosa,  en la Champagne oriental. 

De pequeña trabajó guardando las vacas y terneros de un rebaño aldeano y se singularizó entre los demás zagales por su piedad cristiana, por pasar horas sumida en místicas contemplaciones. Desde muy niña afirmó que escuchaba voces y tenía “visiones”. Las visiones, decía, eran amigables y angélicas; comenzaron a rondarla desde que cumplió 13 años. 

A los 16 las voces astrales le hablaron con urgencia del asedio de Orleans.  Aseguró hasta el fin de su vida que una de sus visiones fue la del Arcángel Miguel. Corría el otoño de 1428; rugía la Guerra de los 100 años entre Inglaterra y Francia.

El desalmado asedio que los ingleses pusieron a la ciudad lorenesa fue el ápex de lo que hoy llamaríamos una guerra de ocupación cuyo casus belli fue la pretensión  del rey Eduardo III de Inglaterra sobre gran parte del territorio de Francia. 

Alegaba Eduardo títulos hereditarios en un tiempo—la baja Edad Media— en que el asesinato de los aspirantes a un trono –casi todos primos o primos segundos entre sí—era el procedimiento sucesoral más expedito. Lo deja ver los anales de las monarquías y el teatro isabelino.

Como todas las guerras, también aquella entregó mitos al mundo y el de una adolescente que, por orden divina y vestida de varón, comandó tropas, combatió al ocupante,  asaltó y rindió castillos, fue apresada enhoramala por el enemigo, acusada de hechicería y sacrificada en la hoguera para renacer  en el corazón de sus paisanos, consagró simbólicamente para siempre el origen de una gran nación. 

La prudente, carismática adalid femenina que para los de abajo fue santa Juana de Arco, es el avatar más acabado y radiante de la deidad guerrera y protectora. 

Las crónicas de época señalan invariablemente su estatura—rondaba el metro cincuenta—, cortísima aún para el promedio de entonces: la pucelle—“la chamita”—la llamó, enternecido,  el pueblo francés. El término entraña, además de doncellez, valentía y arrojo femeninos.  

Alojada desde hace más cinco siglos en la imaginación, no solo de Francia, sino de todo el mundo occidental, han sido innumerables las representaciones de la santa en todos los géneros del arte.   Desde que el gran poeta romántico Friedrich Schiller escribió en 1801 su drama La doncella de Orleans, se produjeron en Europa y tan solo durante el siglo XIX, 82 obras dramáticas en torno a su martirio.

El siglo pasado, el siglo del cine y todas las demás formas maquinales de reproducción, potenció la apoteosis de Juana, la doncella guerrera. 

Sorprende la multiplicidad de autores y artistas, gente de muy diversas convicciones filosóficas y políticas, que se rindieron a la potencia del relato recogido en las tradiciones desde el siglo XIV. 

Es sugestivo el que, entre muchas figuraciones, se haya transmutado a Juana en resistente francesa durante la II Guerra Mundial (como hizo Jean Anouilh, en su célebre obra teatral La Alondra) o en operaria sindicalista en el Chicago de los años treinta (según Bertolt Brecht, en Santa Juana de los mataderos). 

También algunos, muy pocos en  verdad,  le han retorcido el cuello : Voltaire, el furibundo anticlerical,  por ejemplo, hizo mofa de la credulidad de los fieles en La mucama de Orleans. Y William Shakespeare, en la segunda parte de Enrique VI, sin rodeos la llama “súcubo siniestro, hechicera”. 

Nadie alcanzará jamás a leerlo todo, pero en mi juventud  tuve la fortuna de leer los  Recuerdos personales de Juana de Arco, la novela escrita en primera persona nada menos que por Mark Twain. He vuelto a leerla, con igual deleite, muchas veces en el curso de mi vida. La última ha coincidido con las semanas que precedieron y han seguido a las elecciones del 28 de julio pasado.

El genial autor de Las aventuras de Tom Sawyer,  depuso por una única vez en este libro su inigualable talante satírico y se volcó en una obra profunda sobre la  visionaria que lo fascinó desde niño. “Escribí el libro por amor, amigos, no por dinero”, declaró en su momento. Es una novela inolvidable que le llevó, según sus propios cálculos, más de una década de investigación y preparación.  

Entre los documentos que escrutó están las actas de los 29  interrogatorios a que fue sometida Juana por lo obispos “colaboracionistas” de los invasores sin lograr quebrar su voluntad ni su fe. Se conservan aún en la Bibliotheque Nationale de París. Twain se sirvió de ellos sin modificar los diálogos. 

La reconquista de  Orleans por un ejército otrora vencido, comandado inverosímilmente por una rústica adolescente analfabeta pero inflamada de una mística determinación fue el principio del fin de la pretensión inglesa de sojuzgar a los franceses.  

Si usted es venezolano y ha alcanzado a leer hasta aquí, acaso entrevea por qué en la alta noche, en mitad de la lectura, he cerrado a menudo  el libro de Twain y pensado con gratitud enorme en los valerosos protagonistas de la hora actual en Venezuela.

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