El 21 de noviembre de 1957, promovida y coordinada por un grupo de dirigentes juveniles, vinculados a las organizaciones políticas inhabilitadas u opuestas al despótico y ordinario perezjimenato —Antonio José «Caraquita» Urbina, Chela Vargas, Hilarión Cardozo, Ramón Espinoza, Alejandro Arratia, Héctor Rodríguez Bauza, Leticia Bruzual, Enver Cordido, Julio Escalona, entre otros—, y precedida de paros y manifestaciones en los liceos Fermín Toro, Aplicación, Juan Vicente González, Andrés Bello, Luis Razetti, Caracas y la Escuela Normal Miguel Antonio Caro, estalló en la Universidad Central de Venezuela una huelga estudiantil en rechazo a la anunciada estafa plebiscitaria a perpetrarse el 15 de diciembre. El paro se extendió a otras casas de estudio y en la Universidad Católica Andrés Bello ardieron retratos de Marcos Pérez Jiménez y ejemplares de la le ley electoral y El Heraldo, periódico fundado en1922 y dirigido por unos cuantos venezolanos ilustres —José Rafael Pocaterra, Francisco Pimentel, Pedro Sotillo, Agustín Aveledo—, antes de caer en manos del ministro de interior y eminencia gris del «Nuevo Ideal Nacional», Laureano Vallenilla Planchart. En la Central, los estudiantes irrumpieron en un Congreso de Cardiología a fin de exponer los motivos de su inconformidad. Los esbirros de la Seguridad Nacional, siniestro servicio secreto, y paradigma funcional de las policías políticas del régimen nicochavista inspiradas en esa suerte de Gestapo o Stasi cubana crípticamente denominada G-2, apresaron a decenas de jóvenes; algunos de ellos, recuerdan cronistas y protagonistas del histórico episodio, «ya habían pasado tres o cuatro años encerrado en la Modelo o en la Cárcel Nueva de Ciudad Bolívar, como quienes participaron en la protesta contra la X Conferencia Interamericana, celebrada en la Ciudad Universitaria a objeto de respaldar la invasión a Guatemala».
En 1958, la Junta de Gobierno presidida por Edgard Sanabria, consagró el 21 de noviembre como Día del Estudiante. Oswaldo Álvarez Paz, en su columna del miércoles pasado (“Prepararnos para lo que viene”) dedicó generosas líneas a la efeméride. También lo hizo Eddie Ramírez en Dígalo ahí digital (21N, de una gesta a un sainete). No creo azarosa —piensa mal y acertarás— la celebración de elecciones bajo sospechas precisamente hoy, cuando se cumplen 64 años del aquella insurgencia libertaria, porque el chavismo y su propina el madurismo no han ocultado su desdén hacia la juventud crítica, consciente y combativa, gestionando centros de formación de un pretendido hombre nuevo, ignaro babieca carente de criterio presto a gritar, aunque no venga al caso, ¡Chávez vive, viva Chávez!, ¡Maduro dale duro! y otras zarandajas igualmente vacuas.
No es casual el mal disimulado intento de sepultar en la fosa del olvido la rebelión estudiantil de 1957; el santón de Sabaneta pretendió enterrar el 23 de enero de 1958 en tumba similar. Las lecciones del pasado deben borrarse de la memoria colectiva para ejercer efectivo control sobre el presente. Y si nos hemos excedido en consideraciones ajenas a las votaciones a consumarse hoy es porque en la medianoche del jueves finalizó la campaña electoral, y, a partir de entonces, quedó taxativamente prohibido, salvo para el monopolio mediático bolivariano, la promoción publicitaria de candidaturas e ideas relacionados con la rebatiña de este domingo. Dada la muy peculiar manera de interpretar las leyes y reglamentos instaurada por la judicatura roja, lo mejor es hacerse el musiú y olvidarse de cualquier aproximación al tema del sufragio; eso sí: votaremos y veremos cómo tumban la piñata burocrática los 70.000 pretendientes a hacerse con uno de los 3.082 cargos en lisa —23 gobernaciones, 335 alcaldías, 253 diputaciones regionales y 2.471 concejalías—.
El gobierno de facto no dio tregua en su empeño de sustituir el pan con un circo proselitista de largo aliento, iniciado el 1° de noviembre con el adelanto de las navidades decretado por san Nicolás Maduro, cuyo clímax fue el ¡vente tú! improvisado en un recinto donde, plagiemos a Borges, la mera disciplina usurpa el lugar de la lucidez: el patio de honor (¿?) de la academia Militar. Ahí, 12.000 ejecutantes del Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela, procuraron acceder al libro Guinness World Records, no como la mejor o la más afinada agrupación musical del mundo, sino como la más grande o numerosa. No censuro aquí a los muchachos nariceados a interpretar, con ánimo de salir del brete, la Marcha Eslava de Piotr Ilich Chaikovski, a quienes, ¡colmo de los colmos!, se les humilló con un misérrimo snack de pan y mortadela a cambio de su contribución a enaltecer «la labor cultural del socialismo del siglo XXI»; condeno, sí, a quienes se les ocurrió envilecer su vocación, valga la redundancia, instrumentado a los instrumentistas, y encasquetándoles un flautista solo por ser hijo del mandamás.
La relación del sistema con el poder no es asunto atinente a los músicos y atañe principalmente a su fundador, el incombustible José Antonio Abreu, para quien, sin apoyo oficial, su proyecto era prácticamente irrealizable, pues no es esta una nación pródiga en mecenas y filántropos. Pero, ni tan calvo ni con dos pelucas. Colocar a Dudamel en su mismo plan de cieguita incidió, a mi entender, negativamente en la imagen del talentoso director. Por eso acaso fue y sigue siendo blanco de dardos envenenados con buena dosis de descrédito, incluso cuando ha merecido elogios y reconocimientos a nivel internacional. Yo mismo no escatimé críticas a su proceder al contemplar una foto suya en compañía de Frank Ghery y el señor Maduro. Recuerdo haber escrito: «Nada tengo contra el arquitecto del Museo Guggenheim de Bilbao; pero, quienes lo contactaron, barrunto, lo hicieron para darse bomba con la reputación del diseñador y no porque la infraestructura cultural del país requiera de un edificio en forma de piano mecánico. Con el entusiasmo del Mephisto de Barquisimeto —el hasta ahora producto más acabado del sistema, según El País— podría cuajar en la capital larense —Oscar Tenreiro dixit— «una enorme impertinencia, producto, paradójicamente, del provincialismo de rockolas y la abundancia de parejería».
Para no confundir la gimnasia con la magnesia y meter en el mismo saco a víctimas y verdugos, traigo a colación algunas líneas de un ensayo de Fernando Mires —Dudamel: o el profeta que no es de su tierra (2017)—: «No hay ley moral o jurídica que obligue a los artistas a tomar o a no tomar decisiones políticas. Gracias a Dios. De ahí mi absoluta incomprensión frente a esos sectores afiebrados de la opinión pública venezolana que, al enjuiciar a Dudamel, se dejan regir por el lema totalitario: ‘o estás a favor o en contra de nosotros’. En nombre de su oposición al chavismo esos sectores han hecho suya la lógica del chavismo». Este proceso de chavificación se hizo sentir en la avalancha de epítetos mal sonantes prodigados a través de las redes (anti)sociales contra la performance de la megaorquesta en impertinente procura de notoriedad mundial, para abonarla a los haberes de la dictadura; denuestos excretados por la intransigencia radical y principista de quienes seguramente no votarán porque, sostienen, gobierno y oposición son la misma vaina.
Sobre plusmarcas certificadas por Guinness me ocupé cuando Empresas Polar buscó incorporar su nombre a las estadísticas del famoso libro, elaborando en las instalaciones de su subsidiaria Harina P.A.N. (23 de marzo de 2011) una arepa de 6 metros de diámetro y casi media tonelada de peso (493, 2 Kgs.). La colosal arepa fue repartida entre los 2.800 empleados del grupo y hay quienes, no se sabe cómo, lograron fosilizar artificialmente algunos trozos y los llevan consigo como amuletos. Al menos eso me aseguraron, aunque no lo creí factible y todavía hoy me parece poco verosímil. El 15 noviembre de 2014, el madurato comisionó al ministerio del poder popular para la alimentación a objeto de emular al Pelucón cocinando «la hallaca más grande del mundo» —de acuerdo con la rumorología tabernaria no consiguieron los ingredientes y lo confeccionado no pasó de ser un bollo mezquinamente aliñado— y, así figurar en la frívolo antología de proezas tontas, orientada, a juicio de eruditos del misceláneo saber ocioso y tratadistas de la cultura inútil, a suministrar tópicos a la conversa de botiquín. Ese y no otro es el objetivo del Libro Guinness de los Récords. Si sus páginas se nutriesen de data relacionada con la destrucción de las instituciones, los yerros administrativos, los dolos electorales, la corrupción en todas sus vertientes, la violación sistemática de los derechos humanos, y otras retaliaciones inherentes a los regímenes de fuerza, Venezuela tendría el dudoso honor de ocupar los primeros puestos en casi todos los apartados del desdoro y la ignominia. Y es todo por ahora; o casi: espero batir el récord de la sensatez al depositar mi voto, atendiendo a una advertencia de la Conferencia Episcopal Venezolana: «La simple abstención, sin toma de conciencia y voluntad transformadora no conduce a generar «los cambios necesarios» en la nación». ¡Y vivan los estudiantes!