La debacle generalizada en la que nos encontramos obliga a pensar acerca del futuro inmediato. ¿Qué nos depara? ¿Cómo haremos para una reconstitución? ¿Cómo será ese renovado proyecto nacional? ¿Este rasero donde nos han dejado permitirá que emerja un país nuevo o será firmemente reconstruido? ¿Sobre cuáles fundamentos?
Es indispensable que con la más sólida, solidaria, ayuda internacional surja un país distinto al finalizar la más criminal destrucción que hayamos atravesado. Bastante peor que la Guerra de
Independencia y la Guerra Federal. Aquellos no tenían un país próspero en sus manos. Aquellos no tuvieron los ingresos que hemos recibido como nación durante estos últimos veinte años. Hubo muertos. Hubo presos. Hubo hambre. Hubo caos. Todo eso lo hay en demasía aquí, ahora. Cabe bien traer a colación un pensador de los fundadores, Cecilio Acosta: «La fuerza bruta es quien ha destruido, borrado, raído de la sobrefaz de la Tierra tantas grandezas; a veces hasta los monumentos de estas grandezas; a veces hasta el nombre mismo y el rastro de las naciones sobre el suelo» (1846).
El país emergido deberá obligatoriamente poseer una tesitura distinta. Sin olvidar el pasado, deberá deslastrarse casi por completo de él. Más bien, ese pasado no tan remoto debería servirnos para esquivar con terror los profusos, profundos, errores. Tendremos que aspirar a un conglomerado humano que finque sus opciones en sus manos; no en un poderío económico y de colocación internacional desmesurada; no en la concepción de un país aspirante a potencia mundial sin fundamentos. No, tampoco, al comunismo repartidor inconforme de la abundancia hasta agotarla; conculcador de los derechos humanos hasta acabarlos. No más del «ideal» comunista-socialista. Nunca más. Erradicado por siempre de nuestra concepción futura.
La idea de país rico debe desaparecer para siempre. Estamos obligados a reconocer la realidad, a aceptarla y moldearla a nuestras necesidades. El país que fundemos, renovado, tendrá que orientarse, sí, por el trabajo y la educación como fundamentos para los fines del Estado, tal como señala la Constitución, soslayada todos estos años de tiranía. Trabajo productivo debe ser el norte, trabajo creador de país libre, endeudado. Material y moralmente endeudado. Clamamos por un país donde la propiedad privada sea sagrada. Intocable. Donde la educación se vigorice y se valore. Un país donde la libertad individual se desarrolle al máximo posible. Un país donde la legalidad, los acuerdos nacionales e internacionales se hagan de estricto, riguroso, cumplimiento. Un país que no se crea dueño de todo ni de todos. Sin padre en la «patria». De adultos, jóvenes y niños, libres e independientes con los límites legales mínimos. Un país signado por la máxima libertad de expresión; donde la opinión pública, por el contrario a lo que vivimos, sea control de las gestiones y difusión plena de las ideas. Un país que poco a poco logre sobreponerse, con sólidas bases, de las heridas mortales causadas por el socialismo del siglo XXI, pero que no concurra a imaginar un poderío económico y político que no supo basar ni defender. Debemos reconocer, a juro, que somos un país arruinado y pobre (arruinado y destruido por el cinismo y la crueldad cívico-militar imperante en las formas de los esbirros el día de hoy) que necesita laborar mucho para alcanzar la meta más inmediata de reflotar.
Esa modesta nación volverá indispensablemente a la tierra, a la producción, a la industria, al comercio nacional e internacional, al turismo, en busca de la estabilidad y la felicidad, extraviadas en los sueños de El Dorado. Extraviadas en las manos y mentes de caudillos y megalómanos manipuladores. Ese país deberá ver retornar, obligatoriamente, a los militares a su función protectora, a su formación para evitar la guerra o para darla. El ideal deberá ser el de un lugar donde la burocracia y el Estado se reduzcan a un mínimo microscópico, donde se permita hacer fortuna para sí y para quienes contribuyan a su refundación promisoria.
De no ser de este modo, dependeremos siempre de unas dádivas que no siempre estarán allí. De no ser así, no habrá valido de nada esta permanente lucha por la sobrevivencia ante el poder destructor de la satrapía que hoy se agarra de la represión, del terror y de la muerte para contener el arrollamiento definitivo. Por cierto, con ellos será imposible tanto la transición como un nuevo gobierno. Que se alejen para siempre, que se queden algunos arrinconados y silentes, mientras otros se apresten a «descansar» sus días últimos en prisión o en un exilio colmado de miedos.