Nos hemos vuelto diáspora los venezolanos – los que se van y ven destruidos sus vínculos familiares y de amistad, los que se quedan sin reconocerse dentro del entorno que les acogía hasta nuestra disolución como nación y república. Pero en algún momento y como lo propone desde ya la Conferencia Episcopal Venezolana, habremos de reconstruirnos.
Para hacerlo nos será necesario revisarnos cada uno, sin excepciones, a la luz de nuestra historia patria. Es un punto de anclaje, no para petrificarnos en el pasado, sino, para desde allí extraer nuestros valores fundantes extraviados y poder dejar algún legado positivo a las generaciones del porvenir: Las que estén y las que regresen, y las que se queden afuera, para que sean memoriosas.
La junta o unión de ese gran delta de tradiciones varias que hemos sido los venezolanos viene a serlo, sin lugar a duda, la ciudad ordenada, de la que nos habla Allan Brewer Carías, como idea y como realidad; la que nos da entidad en lo político, estructuración real alrededor de una cultura y finalidades, las propias de la localidad. No por azar alrededor de cada plaza del país se juntan las autoridades, la Iglesia, el centro vecinal, también esa traducción social y legal que viene a ser el ayuntamiento, como reunión de todos.
Dice bien Javier Guillamón Álvarez que “buena parte de la historia de la América Colonial se fraguó, desde el principio hasta la Emancipación, en miles de pequeños microcosmos, escenario de pasiones y anhelos en tierras tan lejanas”. Y si bien se le atribuyen orígenes castellanos y rememora la figura o institución de los concejos de elección popular y suerte de repúblicas que se rigen por leyes propias y magistrados particulares, la figura del corregidor americano tanto de indios como de españoles y la del alcalde mayor, sustitutivos del conquistador y del encomendero a partir del siglo XVI, es propia y emerge como cabeza de ese ayuntamiento que evoluciona como experiencia de localidad, núcleo a partir del que maduran nuestros procesos de Emancipación.
De modo que, como ejemplaridad y como todo y sus distorsiones – que, si la elección de sus miembros no es plenamente democrática, o se reduce a pocas personas y para eventos de relevancia, poco representativos, si bien se les veía como expresión de “muchedumbre” – el poder potencial del municipio lo era innegable ayer. Lo local será la fuente de lo venidero. Tras cada pueblo o villa fundada en Venezuela, al nutrírsela de población, surgía de ella una polis y gobierno propios, sin posibles mediaciones y con interacción directa, cada uno, con la Corona. Y así como unas veces destituían a Virreyes – como en el caso de Buenos Aires – la ausencia de gobernador o capitán general, representante de la Corona, era cubierta en su interinidad por el Cabildo, como en Venezuela.
En el caso de Caracas, la significación de esa experiencia del ayuntamiento, que le otorga portada propia a nuestra institucionalidad, es decir, a la ciudad como expresión identitaria y síntesis de nuestra experiencia primaria de sincretismo social, cultural y político, fue tanta que, en 1810 – siguiéndose por las enseñanzas del movimiento constitucional gaditano – se entiende que, hasta en la ausencia o la falta del Rey, la soberanía vuelve a su verdadero depositario, al pueblo plural, reunido, y a su ciudad respectiva.
Se sigue, acaso conclusión, que al hurgarse sobre las raíces de lo venezolano y en procura de la identidad que hemos perdido y habrá de rescatarse para reconstruirnos como una genuina nación de ciudades, puede decirse que aquellas se encuentran, justamente, en la localidad, como lo visualiza Francisco González Cruz. Y a partir de esta, junto a las otras, de abajo hacia arriba, cabrá ir juntando bajo los criterios de progresividad y subsidiariedad que nos resumen a la nación como conjunto. “El espíritu municipal o sentido de pertenencia a la ciudad surge y arraiga fuertemente porque cada ciudad tenía su propia religión y en consecuencia sus propias reglas, no habiendo en los tiempos antiguos distinción entre religión, moral y derecho”, dice el hermano de este rector magnífico, Fortunato, el académico, siguiendo a Foustel de Coulanges.
“El cabildo colonial – tengámoslo presente – fue un factor primordial de integración cultural, con una organización social que superaba a la tradicional”. Hay una tarea, pues, pendiente, que obligará a todos los venezolanos y a cada localidad de Venezuela, a fin de renovarle la textura a la nación, viéndose a sí cada una y luego en lo común, antes y después de Carabobo, según el desafío que nos ha presentado el Episcopado.
A la sazón, Fortunato González Cruz ajusta bien que: “La ciudad es un espacio de libertad individual y de cohesión social. En ella se dan y, por tanto, se protegen y enriquecen los derechos individuales, así como los de construcción y expresión de identidades colectivas… La ciudad es una realidad política porque es el escenario de conflictos, de tendencias e intereses, un ámbito para la confrontación entre la heterogénea y compleja condición humana y por tanto un reto permanente, cotidiano e inagotable para la convivencia civilizada”.
Es ese, pues, el continente o la premisa que cabe desandar como madeja a fin de redescubrir dentro de ella lo distinto de lo repetido y acaso desvirtuado e impreso de modo indeleble en los genes republicanos nuestros, más ganados para los mitos y negados a la utopía; proclives al hombre prometeico y afirmadores de nuestros complejos coloniales.
Nuestra diversidad local y colonial, acaso es la más exacta y auténtica prolongación de la tormenta social de miríadas de naciones originarias que fuimos en nuestro lejano amanecer; naciones poseídas, unas veces con pasión, otras con violencia entre sí, luego por las migraciones llegadas desde tierras lejanas – desde Hispania y el África – y más tarde por los propios; los emergidos de esa cultura sincrética y de presente que somos, a lo mejor desde un Ser que aspira a Ser y que no alcanza a serlo todavía.
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