La decadencia venezolana de las últimas décadas, es una versión singular de la crisis general que se propaga regional e internacionalmente desde nuestra América caótica, como advierten algunos analistas a ambos lados del Atlántico. Un índice negativo de salud social se fragua en el estado de descontento generalizado que nos agobia como nación –la mendicidad, la mala educación y la delincuencia en casi todos los niveles de actividad lo sostienen–. Se ha producido una preocupante inversión de valores y destrucción de posibilidades, como demuestran los hechos. Sin duda somos parecidos pero a la vez muy distintos –psicológicamente hablando–, a los demás países de Hispanoamérica. Ello se expresa en los conceptos históricos de republicanismo, liberalismo, tradicionalismo, militarismo, entre otros, desdoblándose un sentido particular que poco tiene que ver con el aplicable a los colombianos, mexicanos, cubanos o brasileños, solo por mencionar algunos comparables. Así las cosas y analizando separadamente nuestra conformación social –somos un país mestizo–, nuestra ordenación económica ha sido y sigue siendo estructuralmente petrolera y extractiva y nuestra configuración política se expuso desde muy temprano al pensamiento ilustrado, tal y como quedó expresado en la brillante generación de la independencia –algunos afirman que por razones geográficas, dada la inevitable conexión que tuvo la Provincia de Venezuela con las colonias francesas e inglesas del Caribe–. Luego caímos en las garras del caudillismo decimonónico prolongado hasta 1935 y sus secuelas sobre el sistema de partidos que se mantuvo vigente hasta la vuelta del siglo XX. Describir por separado cada componente de nuestra constitución social, económica y política, probablemente nos ayudaría a comprender las realidades locales y de tal manera obtendríamos una imagen correcta de lo que somos.
Al frívolo e inconsistente optimismo oficial, se agrega la cómplice complacencia de afanados de la riqueza fácil que actúan con impunidad y libertad de movimientos. Entre ellos ha emergido el “gatopardo” como argumento para que todo cambie y a la vez siga igual, esto es, para que demos por descontado que por ahora no habrá restitución de la República Civil en Venezuela y que entre tanto es posible convivir y avanzar sin un cambio político de forma y de fondo.
Lo antes dicho contrasta con una voluntad de cambio político manifestada y recientemente ratificada –el 22 de octubre pasado– por las grandes mayorías y con los deseos de lograr una verdadera reconciliación nacional que deshaga los odios urdidos por el mal ejemplo, el sectarismo, los excesos y la propaganda oficial, a todo lo cual se añade el imperdonable comportamiento de algunos factores de oposición política e intereses creados en el ámbito económico empresarial. El consenso mayoritario ambiciona y auspicia un cambio pacífico –énfasis añadido– que asegure el pleno restablecimiento de la democracia y el Estado de Derecho. Un consenso que no debe arrinconar a la disidencia –la mayoría que sin implicar el consentimiento activo de todos y cada uno de los ciudadanos, supone la aceptación de la discrepancia en su acepción de “no negación del contrario”–, que requiere paciencia, tolerancia, constancia de propósito y la férrea voluntad de colocar el interés general por encima de las individualidades o conveniencias de grupos aislados. En esencia, un consenso factual y al mismo tiempo ético que nos devuelva al camino de la sana convivencia entre ciudadanos de un mismo país. Esto es precisamente lo que se lee en las propuestas del liderazgo emergente de oposición –ya no es aquel difuso y desorientado de los tiempos pasados, sino el renovado empeño de devolvernos la dignidad nacional mediante una actuación pública cualificada y decididamente honesta, así como un gran acuerdo que incluya y respete a todos los sectores de la vida venezolana –obviamente, incluido el chavismo–.
Ciertamente, en Venezuela tenemos una mejor opción que se contrapone a dejar las cosas como están. Insistimos en ella, pues se trata del cambio de forma y de fondo definitivamente alcanzable si los actores políticos y la sociedad en general somos capaces de ponernos de acuerdo y de darnos las garantías recíprocas que impidan revanchismos innecesarios, naturalmente sin que ello implique no exigir las responsabilidades a que haya lugar. Ningún venezolano de buena voluntad está dispuesto a mantenerse indefinidamente subyugado por esa vocación del caos que ha irrumpido en nuestro presente.
Pero hay algo más que igual reviste particular importancia en el contexto de aquello que venimos comentando. El actual estado de cosas –i.e. la condición de morosidad financiera que constriñe a la República, la pérdida del poder de compra del salario real de los trabajadores, la pobreza que oprime a un elevadísimo porcentaje de la población, el tema de los refugiados, el mal estado de los servicios, de la educación y de la salud pública y ante todo la ausencia de un acuerdo político, entre otros asuntos–, hace al país ingobernable, como nos muestran las evidencias de los últimos tiempos. El sistema de gobierno no tiene aptitudes para enfrentar y superar los retos que impone nuestra dinámica económica, social y política y tampoco es capaz de aprovechar las oportunidades que se nos plantean –i.e. en los sectores de energía y petróleo, de la producción agroalimentaria y agroindustrial, entre otros– en beneficio de una sociedad ávida de empleo digno e ingresos recurrentes y además suficientes para cubrir las necesidades básicas de la población. Recuperar la gobernabilidad democrática alude a instituciones no solo capaces de cumplir con sus cometidos esenciales, sino además legítimas en su vinculación y cumplimiento de la Constitución y leyes vigentes. Solo ese gran acuerdo nacional podría articular a los poderes públicos con la sociedad nacional debidamente representada en todas y cada una de sus manifestaciones individuales y colectivas. Cuando se comprenda todo esto y se actúe en consecuencia, quedará definitivamente allanado el camino de la soberanía nacional.