Cierto que la democracia electoral no es exigente. Se basta con un votante que diferencie una boleta de otra. Pero esta minusvalía no es solo del elector, los candidatos también la padecen. Pongamos el caso de nuestra granja revolucionaria: una popular panadera de ilustre apellido, María Bolívar, decidió postularse a la presidencia. Esto la llevó a la silla de una entrevistadora que preguntó qué haría con la inflación. La señora, aterrada, ni siquiera optó por alguna metáfora salvadora: “La inflación la voy a controlar, cómo te explico, la inflación se controla (…) Disculpá, Aymara, ¡dame una ayudaíta!». Pero su caso no es único: en 1988 y 1993, un brujo de oficio, Rómulo Abreu, aspiró a la presidencia y ofreció conjuros para cualquier problema nacional. En una entrevista dijo que jamás leyó la Constitución y que tampoco la entendería. Vestía de estricto blanco, adornado de collares mágicos. Su partido fue un aquelarre llamado Fuerza Espiritual Venezolana Orientadora. Me pregunto si personas tan aventureras tienen derecho a postularse a un puesto que afectará la vida de sus conciudadanos. Es una pregunta capciosa, lo sé.
No todos los candidatos son tan desinformados de las cosas y audaces, pero cuando hablo de este tema, suelo recordar al sobrino de Freud, Edward Bernays, mago de la publicidad y las relaciones públicas, que hizo fumar a las mujeres y cambió la imagen del ermitaño presidente estadounidense Calvin Coolidge (1924-1929) en un tipo simpático. Lo recuerdo porque los candidatos de hoy bien pueden ser más letrados que la señora Bolívar o Abreu, pero tampoco quieren parecerse a Calvin Coolidge, y, en vez de mostrarse como estadistas que convencen, prefieren al showman que embelese. Y esta aberrante elección puede que no sea por falta de ideas, sino porque el gran público gusta más del payaso. Un payaso aterrador, por cierto, que mata al hombre de Estado y da paso al cínico controlador del consultor freudiano: «La manipulación de los hábitos y opiniones de las masas es un elemento importante en la sociedad democrática». Surge entonces otra pregunta capciosa: ¿Es la democracia el reino del rebaño desconcertado de Walter Lippmann?
Los enemigos de la democracia lo creen, y también se puede ser su enemigo sin saberlo, Bernays y Lippmann, digamos. Por eso se hace crucial rescatar la idea de ciudadanía como sustento de la democracia. Dice Enrique Gomáriz que “se entiende que la calidad de la democracia no refiere sólo ni fundamentalmente a la calidad de las instituciones, sino sobre todo, a la calidad de la ciudadanía”. Y la ciudadanía solo es posible con acceso no-discriminado a un bienestar mínimo que permita la participación libre y entusiasta. Lo contrario, como dice Luis Moreno, causaría un déficit de ciudadanía, por tanto, una democracia deficitaria, o una no-democracia.
La ciudadanía, además de la no precarización, requiere ser asimilada, convertida en tradición que es “algo que se gana” y no que se hereda, como dice Guillermo Sucre. Así, la democracia como tradición es capaz de transformar si nace de una narrativa comunitaria y no de seres privilegiados (con el perdón de Lippmann).
Este sentido comunitario genera identidad y continuidad; por supuesto, solo si se construye sobre un proyecto de nación compartido, que nada tiene que ver con peroratas retóricas nacionalistas, sino con el humilde espacio que ocupa cada quien y que no puede ser invadido en nombre de ninguna verdad mesiánica, hechura de publicistas y magos.