La llamada tradición suele hipostasiar sus ficciones y presentarlas como el fundamento último de toda posible verdad. Spinoza acostumbraba designarla –precisamente, a la tradición– como la expresión característica de todo “conocimiento de oídas o por vaga experiencia”. No es que en ella no haya algo de contenido verdadero, ciertos elementos sin los cuales la verdad sería incompleta.
Los criterios abstractos de demarcación, que catalogan mecánicamente lo verdadero de un lado y lo falso del otro, son más cercanos a la severidad y a la rigidez de los dogmas –por cierto, tradicionales– que al saber propiamente dicho.
Pero una cosa es contener algo de la verdad y otra la pretensión de asumirse como la absoluta verdad. Gato por liebre. Para que la lengua hispana del presente precise el significado de la palabra realidad, está obligada a adjetivarla. De resto, y por hábito y tradición, se la confunde con la cruda e inmediata certeza empírica, con “eso” a lo que se suele llamar “los hechos”.
De ahí la inclinación de García Bacca por el lenguaje castizo. A diferencia de la lengua alemana, en la que a la realidad sensorial se le llama realiter, mientras que a la realidad de verdad, la realidad efectiva, se le comprende por Wirklichtkeit. La filosofía es, en esencia, sustantiva. De ahí el fracaso anticipado de todo pensamiento débil, esa colcha compuesta de retazos adjetivos.
Los seguidores de las representaciones que la tradición trastoca y vende como supuestos “conceptos fundamentales” o como “hechos”, que brotan como los hongos de la “tierra prometida” de la más “absoluta verdad” –y cuya formulación no pocas veces puede llegar a ser, más que patética, vergonzosa–, repiten sandeces que llegan a imaginar como si se tratara de grandes conceptos filosóficos, de la más rancia, profunda e innegable revelación divina. Se las saben todas. Son los creadores de “el tiempo de Dios es perfecto”, de “si me matan y me muero”, de “ese es el deber ser” y de “la única vía posible es electoral”, esta última como la más depurada versión –especulativa, claro está– del “agarrando aunque sea fallo”. Eso sí: todo encaminado “metodológica, estadística y científicamente”. “¡Vamos bien!” o, cosa similar, “¡Vamos Vinotinto!”. Da lo mismo. Y es que Paulo Coelho, John Magdaleno y Luis Vicente León son apenas unos ingenuos lactantes al lado de semejantes maestros de tan arcana sabiduría oracularia, muchos de ellos, mágicamente transfigurados en parte integrante del flanco apostólico de la dirigencia política opositora. Su última proclamación: “Hay que ser realistas”.
Venezuela parece padecer de una esquizofrenia colectiva, signada por el desgarramiento entre el objetivismo ciego y el subjetivismo vacío. Recientemente, la periodista Sebastiana Barráez entrevistó al coronel Luis Alfonso Dávila, ex presidente de la Asamblea Nacional, quien afirmaba que Hugo Chávez, primero, frente a un nutrido auditorio londinense y, luego, frente a los medios de comunicación colombianos, contaba cómo el presidente Carlos Andrés Pérez se había salvado del proceso penal que le abriera el Parlamento venezolano por un voto, el voto de un diputado vendido, de un traidor. El diputado en cuestión era nada menos que José Vicente Rangel, ministro de la Defensa y, poco después, vicepresidente del régimen de Chávez. Las palabras de un lado, las cosas del otro. La cultura del desquicio.
Para el “realista” confeso, ese que no tiene ni idea de qué pueda ser el realismo, dado que su “realismo” es tan “realista” que no le permite más que creer saber que sabe lo que no sabe, “la realidad es lo que es”, o sea, el esto o aquello. Y “lo que es”, el esto o aquello, terminan siendo “los datos” o “las cifras” o, en última instancia, lo que le muestran sus extraordinariamente desarrollados y agudos sentidos, por aquello de que “ser es ser percibido”, ni más ni menos. La matemática infinitesimal o la física cuántica se les antojan como parte de la complicada trama de la ciencia ficción. Y, ebrios de percepción como están, difícilmente puedan llegar a comprender que la realidad no es lo que la apariencia les ha hecho ver, oír u oler.
Los músculos que no se usan se atrofian. De modo que por el camino de los prejuicios y las presuposiciones que la tradición ha sembrado en sus atrofiadas bóvedas craneanas o por el vaivén de las cifras o de la mera percepción, resulta imposible comprender que la realidad sea, efectivamente, la unidad de la esencia y la existencia, la unidad de la unidad y de la no unidad de lo interior y lo exterior, la relación de los términos opuestos devenida idéntica consigo misma. Pero todo esfuerzo en esta dirección será inútil, porque eso de ponerse a estas alturas de la existencia –pues la circunstancia de sus tristes estar aquí no puede llamarse vida– a pensar, a verse forzados a salir de la zona de confort que plácidamente le brindan el sentido común y el entendimiento abstracto, no es asunto de interés.
Pensar cansa, fastidia y no da ganancias. Eso también forma parte del ser “realista”. El resto es ponerse a inventar, a buscarle las patas que no tiene el gato. De tal manera que el tal “realismo” no solo se revela como el más aplastado y miope de los empirismos, sino que, precisamente por eso, queda sorprendido –aparte de sus gustos por el chinchorreo físico y mental– como el más craso de los irrealismos posibles. Un irrealismo que ha sido muy bien aprovechado durante los últimos veinte años por los muy realistas –y eso sí: materialistas, además– cabecillas del cartel narcoterrorista que mantiene a la satrapía de los títeres de Maduro y Cabello en el poder.
Una generosa pista para los premurosos supuestos realistas. Una vez más, en lengua alemana, la confusión de objekt y Gegenstand hace la diferencia entre los feligreses del materialismo –todos ellos prekantianos, es decir, precríticos– y el término del pensamiento, porque, aunque no lo puedan creer, la realidad de verdad, la realidad efectiva en cuanto tal, es justo eso: el término del pensamiento, lo contra-puesto (Gegen-stand), la actividad sensitiva humana. Materia pensada. Porque justo donde termina la actividad, la producción, la creación del pensamiento, tiene sus inicios la realidad de verdad. Y es que, después de que Kant lo comprobara, la realidad es el producto, el resultado, de la actividad productiva del sujeto-objeto idéntico, de la praxis humana, de nuevo, de la sinnlich menschliche tätigkeit, y fuera de ella nada es. El orden y la conexión de las ideas es idéntico al orden y la conexión de las cosas, observa Spinoza. La realidad se construye haciéndola: verum et factum convertuntur reciprocatur, dice Vico. Lo concreto no es lo la dureza inmediata de lo sensible, sino lo que con-crece, la síntesis de múltiples determinaciones, la unidad de lo diverso. Y es por eso que en Hegel la realidad no puede no identificarse con la razón, póngasela de cabeza o de pie: da lo mismo, porque, a pesar de lo que puedan llegar a creer los seudorrealistas –empiristas, solipsistas o nominalistas sin tan siquiera saberlo–, la circularidad termina formando un círculo. Los fieles seguidores de los resabios de la tradición dirán lo que quieran y seguirán bamboleándose en la comodidad de su chinchorro hecho de lugares comunes. Pero por ese camino, lo que se representan como la realidad nunca dejará de ser más que una ficción, mientras que lo que se imaginan que es una ficción es la más genuina realidad.
@jrherreraucv
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