Cuando se escribe acerca de un acontecimiento sobre el tapete público, surge siempre la preocupación de que antes de que sea publicado ocurra algún hecho que contradiga lo afirmado o lo convierta en caliche. En esta oportunidad daría la bienvenida a que sucediera con este que escribo y encontrarme con que además de la digna declaración del gobierno chileno del izquierdista Boric, otros gobiernos latinoamericanos hayan decidido pronunciarse ante el exabrupto del gobierno nicaragüense de expulsar a 317 opositores y despojarlos de su nacionalidad por traidores a la patria, una más de sus atrocidades sin nombre.
El gobierno de Gustavo Petro en Colombia expresó su “preocupación” ante la medida anunciada por el régimen de Daniel Ortega. Andrés Manuel López Obrador, el adalid de la No intervención, se limitó a emitir una declaración difusa sobre la protección de los derechos humanos, mientras que el argentino Alberto Fernández, ocupado entre confrontarse mucho o poco con Cristina y Lula da Silva, tan interesado en liderar en el continente y en el mundo, han optado por el silencio. Pero no son los únicos, se extraña la voz de los presidentes de Uruguay y de Paraguay, siempre alzada para la defensa de la democracia y los derechos humanos.
El repudio internacional del exabrupto de Ortega y Murillo se ha encontrado en otras entidades. La ONU a través de su portavoz expresó la alarma del secretario general, António Guterres, por esta decisión, quien manifestó su decisión de ayudar con el estatus de los expulsados. También la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y el Departamento de Estado de Estados Unidos para Latinoamérica se pronunciaron condenando en el mismo sentido.
Por su parte, la Unión Europea al reclamar al régimen de Ortega que dé marcha atrás en la decisión injustificable de retirar la nacionalidad a esos disidentes, que constituye una violación de sus derechos fundamentales y es una violación del derecho internacional y advierte que estas acciones corren el riesgo de profundizar el aislamiento internacional de Nicaragua.
Pero ni la vulneración del derecho a la nacionalidad, establecido en un conjunto de instrumentos jurídicos internacionales, incluyendo, entre otros, la Declaración Universal y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, tratado del cual Nicaragua es Estado parte, ni la profundización del aislamiento internacional detienen al matrimonio Ortega-Murillo en su decisión de mantenerse en el poder a toda costa y con la menor oposición posible.
Y Almagro, dónde estará ese secretario general de la OEA otrora tan inclinado a declarar desmesuradamente, por cierto pocas veces sobre Nicaragua, ¿la monstruosidad cometida por la dictadura de Ortega no le amerita una declaración o una convocatoria de la organización? ¿Será por el Carnaval?
Chapeau al gobierno de Pedro Sánchez por haber abrigado a los exiliados de Ortega otorgándoles la nacionalidad española, instrumento invaluable que los salva de la condición de apátridas. Igualmente para Biden por acoger a muchos de estos sin tierra. Aun así, en un mundo donde la migración constituye uno de los principales problemas de la humanidad, el escritor Sergio Ramírez advierte que no todos los desterrados son personas relevantes, la inmensa mayoría son muchachos sin nombre, gente para quienes esa fue la primera vez que se subía a un avión, que llegaron a Estados Unidos sin hablar el idioma, sin conocer a nadie. Hubo organizaciones humanitarias que les buscaron hogares provisorios. Ese es otro episodio del verdadero drama migratorio, gente desterrada de su país y entregada a condiciones muy duras.
Y el país, como lo afirma el mismo Sergio Ramírez, es la memoria, los sentimientos, la infancia, la familia, los paisajes. Eso forma parte del dolor del exilio y la migración. Es el sitio para querer volver que le ha sido vedado a estos más de 300 nicaragüenses, por una pareja de desquiciados empeñados en su poder absoluto.
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