Desde sus propios orígenes, todo cuanto escribió Miguel de Cervantes ha suscitado, en sus distintas posibilidades de análisis, las más prolijas investigaciones, abordadas con disímiles puntos de vista.
Sin precedentes. No ha habido límites para la proyección y admiración universal de la obra del manchego.
Ofrecemos al respecto este dato adicional, a manera de ejemplo: El Quijote ha sido traducido a casi todos los idiomas del mundo; además, otro aporte que registramos, como interesante es que después de la Biblia ha sido el texto más leído de la humanidad; lo cual nos hace sentir orgullosos en nuestra condición de hispanohablantes.
Ha habido una permanente indagación en los intersticios de tan hermosos tejidos discursivos. No sólo en su obra cumbre: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.
Permítanme decir que, a lo largo de más cuatrocientos años, los críticos han actuado como cirujanos. Han hecho todo tipo de disecciones, en los entramados escriturales cervantinos, con absoluta minuciosidad.
Saben qué sorprende: que aún consigamos en esos trabajos densos aportes y conclusiones desconocidas y originales.
Me atrevo a aseverar que únicamente una obra tan extraordinariamente fecunda en matices (y enhebrada de varios géneros literarios) alienta y sostiene los señalados enjundiosos estudios, imaginaciones y novísimas reinterpretaciones; sin agotar su infinito y riquísimo caudal.
Como hombre de su tiempo, Cervantes estuvo al tanto de las corrientes literarias y filosóficas de entonces; algunas de las cuales dejaron huellas en sus creaciones. Así como también, se ha dicho que la dual personalidad del manchego Don Miguel se encuentra desdoblada en los dos principales personajes de la citada obra: idealización y pragmatismo. Conflicto permanente entre las fantasías del presunto caballero y la realidad encarnada en el grotesco acompañante.
Diversas corrientes del pensamiento y muchos de los elementos que caracterizan el espíritu renacentista se encuentran concitados en la obra de Cervantes. Con el ligero detalle, que el “Manco de Lepanto” escribe este elogiable y admirado relato satírico y de parodia para desprestigiar los pedantes libros de caballería, que daban cuenta de grandes empresas de conquistas en aquella época.
Todo buen caballero, a decir de Cervantes, requiere de un fiel escudero.
Y para este relato, el Quijote: iluso, romántico, soñador, visionario e idealista logra contratar a Sancho, a quien describe como su compañero de luchas, pero que “no tiene mucha sal en la mollera”.
Sancho quedó patentizado por su sentido práctico de las cosas; influido la mayoría de las veces en estas hazañas por el fatalismo; afincado en cada paso por el realismo vital.
Sin embargo, a pesar de su temple rústico y directo para exponer sus pareceres, Sancho sirve de escudero; por cuanto, el Quijote le ofreció como paga por sus servicios hacerlo gobernador de la Isla Barataria. Un compromiso ficcionado del Quijote para que el tosco propietario de Rucio no lo abandone en su enfrentamiento con los molinos de viento.
En sus interminables cabalgatas, de todas maneras, el Quijote y Sancho cada uno condensa sus propias creencias y prejuicios.
Cervantes construye una pareja inmortal, cuando ubica en contraste la locura idealizadora y la realidad tangible, la cultura y la rusticidad, la ingenuidad y la picardía. Incluso el aspecto físico de ambos presenta este doblez: la larga y seca figura de Don Quijote montado en su caballo frente a las redondeces y la gordura de Sancho montado en su pobre asno.
Al final, podríamos decir que la locura del Quijote fue transformando a Sancho; así entonces, su proverbial pragmatismo fue mutando hacia ilusiones o ideas vagas.
Y la conseja conclusiva del Quijote hacia su sobrina devela que regresa, el cazador de molinos de viento al mundo de los cuerdos: “Te recomiendo que nunca hagas pareja con hombre lector de caballerías, porque se desquician”. Una indescifrable dualidad cervantina, que todavía incita a más develamientos.
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