Comenzar escribir unas líneas a partir del dolor, desde la ausencia de un ser querido, es muy difícil, porque su marcha impide pensar con claridad. Las ideas que recorren nuestra esencia se tropiezan una y otra y otra vez, con aquella imagen de la persona que ya no está con nosotros, en el cual el pesar y la aflicción nos impiden tener una percepción clara. Pero como decía Cicerón, “la vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos”, por lo tanto hay que tratar de plasmar ese sentimiento en las siguientes palabras.
No obstante, la vida sigue y no hay mejor tributo que expresar en unas líneas 89 años de existencia, dedicada a la familia, adonde sus fieles compañeros siempre fueron el esfuerzo, el amor, las risas, los momentos, las penurias y el sacrificio.
Mi madre, Ida Russo Milano, nació en un lejano 1931, específicamente el 24 de septiembre, en un pueblo llamado Marsico Nuovo, Provincia de Potenza, en la región de la Basilicata, Italia. Se puede decir que tuvo una niñez estructurada entre la rigurosidad del hogar porque mi abuelo Giovanni Russo era militar, bajo un ambiente influenciado por el fascismo. Su infancia estuvo rodeada por la cultura a la personalidad hacia “Il Duce”, que no era otro que Benito Mussolini. Además, contaba con tres hermanos más, Michele, Angelo y Cándida.
Los treinta del siglo pasado fueron años de incertidumbres en Italia, ya que muchos italianos no estaban de acuerdo con la forma de manejar los hilos del Estado, entre los cuales estaba mi padre, Agostino, que durante sus años mozos fue partisano, pero eso es otra historia.
Ida, durante ese período, estaba inmersa en la inocencia de su infancia, arropada por una realidad que la alejaba de la verdad que padecían muchos italianos, que era la persecución, el hambre y el ajusticiamiento de aquellos que osaran desafiar a los fascistas. Para ella, la guerra solo se traducía en vestir camisas negras, aprender el saludo fascista y recibir dosis incalculables de adoctrinamiento. A su vez, con sus ojos ingenuos, no entendía que los maestros se habían transformado en funcionarios transmisores de consignas políticas (cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia), en el cual las aulas y los libros se convirtieron en cajas de resonancia para divulgar una idea mitificada del régimen y su líder, Benito Mussolini.
Sus días eran corretear por las calles y esconderse cuando sonaban las sirenas, indicando un bombardeo aéreo inminente. En su casa no faltaba el pan, ni comida ni calefacción para resguardarse de los crueles inviernos. Sin embargo, a pesar de su situación privilegiada, a escondidas de las autoridades, mis abuelos maternos, Giovanni y Carmela, siempre ayudaban a las personas que tocaban a sus puertas. Les daban comida, abrigo y techo, corriendo un gran riesgo si eran vistos por las bandas de Mussolini. Pero era la forma de ayudar a aquellos menos favorecidos.
En esta parte de la historia entra mi padre, Agostino, que como dije anteriormente era partisano, es decir, luchaba en contra del régimen fascista. En 1944, durante el bombardeo de los aliados a Battipaglia, mi padre fue herido en un brazo. Entre escombros y polvo, logró levantarse, hacerse un torniquete y caminar los 8 kilómetros hacia el pueblo de Eboli, donde vivía mi madre. Por giros del destino, él toco a su puerta para pedir ayuda y ella, una moza de 13 años, quedó cautivada por aquel muchacho de 18 años, de ojos verdes, cabello negro y barba incipiente. Había llegado su príncipe azul, pero herido de bala en un brazo.
Lo alojó en el sótano de la casa, el lugar más seguro, escondido entre las botellas de vino, la madera y los tomates envasados. Se dedicó a curarlo y a brindarle atenciones y a veces mimos, escondiendo su rubor a través de una sonrisa o apretando un poco más el vendaje con el fin de evitar cualquier atrevimiento de mi padre.
Pasaron los días y Agostino logró recobrar fuerzas para regresar a Anzio, prometiéndole a mi madre que volvería por ella, una vez terminada la guerra. El conflicto culminó el 8 de mayo de 1945, tras la firma de la capitulación alemana, en Berlín y a raíz de ese acontecimiento, Italia entró en un caos político, económico y social. Ya habían ajusticiado a Benito Mussolini en Milano, colgándolo de los pies, precisamente en la plaza Loreto, pero antes había sido fusilado junto a Clara Petacci, (su amante), en Giulino di Mezzegra, cerca de Dongo.
Con la rendición, comenzó la cacería de brujas, por lo cual muchos partisanos tuvieron que huir porque fueron tildados de comunistas, eso quería decir que eran firmes candidatos a ser fusilados o ahorcados. Mi padre, que de comunismo no tenía ni idea, optó por tomar el primer barco, con destino a una nación que le abría las puertas a todos aquellos que venían en búsqueda de un sueño, esa era Venezuela.
A pesar de que habían transcurrido algunos años del encuentro con Ida, en aquel sótano del pueblo de Eboli, no se había olvidado de ella. Y a pesar de la distancia, comenzó a buscarla, escribiendo cartas a parientes y amigos, ya que quería cumplir la promesa de compartir una vida juntos una vez terminada la guerra. Y el encuentro tan esperado llegó. Tuvieron que pasar 16 años, pero fue a través de una prima de papá quien la había localizado, era 1960. Cartas iban y venían, hasta que la decisión de mi madre, de dejarlo todo y aventurarse a un nuevo país, del cual desconocía la lengua, sus costumbres y que solo sabía ubicar en el mapamundi, la impulsó a embarcarse en el Federico C, rumbo al puerto de La Guaira. Una travesía de casi 20 días, en la que el mareo y el mal tiempo no aminoraban las ganas de volverse a encontrar con el amor de su vida, Agostino.
Se casaron y de esa unión nacieron tres hijos, Francesca, este servidor y mi hermano Giovanni. Papá había aprendido el oficio de mecánico el cual nos permitía tener una vida digna en la Venezuela de los sesenta y setenta del siglo pasado. Mamá se dedicó al hogar, a criar a tres hijos. Su vida giraba alrededor de la cocina, atender a papá y la música. Muchas veces nos recreaba los días tocando el acordeón. Amaba el tango y de vez cuando junto con papá cantaban de forma desafinada, pero envuelta en un áurea de amor, canciones de Carlos Gardel. Nosotros nos reíamos, era nuestro mundo, era el mundo que Agostino e Ida, que con su sacrificio, construyeron nuestras vidas.
Para mamma, Venezuela fue el país que le había dado todo, una patria, un amor, una vida. Con su itañol, siempre pudo comunicarse para dialogar con todos. Sus palabras siempre expresaban su agradecimiento hacia la patria que la adoptó. A pesar de las circunstancias que vivía el país, siempre fue optimista en que la nación tenía las condiciones para salir del fondo en el cual estaba inmersa y renacer con más fuerzas.
Su vida, una vez entrada en la vejez, giraba alrededor de los hijos, la nieta, las novelas y Sábado Sensacional. De vez en cuando compartíamos el gusto por un culebrón televisivo, como La Dueña, protagonizada por Amanda Gutiérrez y Daniel Alvarado (R.I.P.). No obstante los últimos años su estado de salud empeoró, ya papá había fallecido y ella de forma estoica supo capear el dolor, manteniendo la familia unida.
Sin embargo la realidad del país nos obligaba a tomar decisiones, ya que Ida estaba sumida en la demencia senil, que le comenzó en 2015. Los planes, salir de Venezuela, para que pudiera ser atendida de mejor manera en Italia. Partí yo primero, para abrir camino. En enero de 2020 me despedí de ella, prometiéndole que en un par de meses estaríamos juntos de nuevo.
Pero, nunca falta un pero, salió a la luz el covid-19 y todos los planes se trastocaron. A través de videollamadas podía comprobar el deterioro de la salud de mamma, el día siguiente estaba peor que el anterior. Hasta que su cuerpo se apagó el 15 de diciembre. Ya no pudo más, ya no pudo esperarme más. A diferencia de papá, no pude cumplir la promesa de ayudarla para que tuviera una mejor atención médica y una muerte más digna. Me tuve que conformar en verla morir por Whatsapp vídeo, en el cual sus últimas palabras fueron: “Quiero estar con mi madre”.
Ida, quien dedicó su existencia a la familia, a los hijos, en el cual el sacrificio y el amor hacia su esposo, fabricaron y cimentaron nuestras vidas. Amaba a Venezuela, por todo lo que le había dado, pero especialmente lo más importante, haberle brindado la oportunidad de formar un hogar. Ahora, de nuevo estará con Agostino, tocando acordeón y cantando tangos de Gardel en el cielo, mientras nosotros, aquí en la tierra, honraremos su memoria, siguiendo su ejemplo, que abarcó la inmensidad de su amor como madre. Paz a su alma.