OPINIÓN

¿Quiénes son los dueños de los votos?

por Carlos Malamud Carlos Malamud

Mariano Vior

Dos noticias recientes, que afectan a los mandatarios de Brasil y Colombia, son una excusa ideal para preguntarse por la propiedad de los votos, especialmente allí donde hay segunda vuelta o se han formado amplias coaliciones con el principal objetivo de ganar la elección presidencial.

La pregunta es aún más relevante en un contexto de fuerte crispación y polarización y de una intensa fragmentación de las fuerzas políticas que compiten por los distintos cargos electivos. No es infrecuente, en estos días, ver parlamentos con más de 15 o incluso 20 grupos políticos diferentes allí representados.

¿Son los candidatos ganadores de las elecciones los legítimos propietarios de los votos que los respaldaron y les permitieron acceder a la primera magistratura de sus países? El triunfo electoral, y más en el caso de los presidentes, concede a los vencedores una innegable legitimidad de origen que les facilita presentarse como los gobernantes de todos los ciudadanos del país los hayan estos votado o no.

Sin embargo, los problemas surgen cuando los elegidos empiezan a hablar y a gobernar solo en nombre de sus teóricos apoyos y de las mayorías, grandes o pequeñas, que los han respaldado.

Pero, más allá del posicionamiento preferencial en los extremos del espectro político ideológico de las opciones normalmente triunfadoras, la mayoría de los votantes latinoamericanos se autopercibe de centro, tanto da si de centro izquierda o de centro derecha.

¿Cuáles fueron las noticias mencionadas? En lo que a Brasil respecta ésta se relaciona con la política exterior, mientras en Colombia afecta a la política interna. En Brasil hay que mencionar la cálida recepción, prácticamente fraternal o incluso paterno filial, de Lula a Nicolás Maduro.

Para sorpresa de muchos, el presidente brasileño dijo que en el mundo “hay un prejuicio muy grande contra Maduro”, una narrativa contra Venezuela, a la que definió como una democracia. En realidad, esta aproximación sesgada del máximo dirigente del PT sobre Venezuela no es ninguna novedad.

En 2008, señaló que Hugo Chávez había sido el mejor presidente del país en los últimos 100 años. A Lula 3 parece que le gusta meterse en demasiados charcos, sin medir bien sus consecuencias, como refleja su postura filo rusa sobre la invasión de Ucrania.

Con relación a Gustavo Petro sus afirmaciones fueron todavía más preocupantes, cruzando una línea roja relativa al funcionamiento de la democracia y a la separación de poderes en su país. Ya había dicho previamente que “el intento de coartar las reformas [sus reformas] puede llevar a una revolución”.

Por eso no extrañó que comenzara a hablar de un “golpe blando”, algo motivado por diversas decisiones administrativas sobre la situación de parlamentarios vinculados a su proyecto de Pacto Histórico, aunque tuvieran doble militancia.

Esas decisiones, según su interpretación, tenían el claro objetivo de mermar el peso de su bancada y debilitar así la viabilidad de sus propuestas. Sin embargo, en dos de los casos considerados se procedió al reemplazo de los afectados por sus suplentes, sin que se variara la composición de las Cámaras. También hubo otro senador, suspendido ocho meses por la Procuraduría tras agredir en estado de embriaguez a unos policías, a los que llamó asesinos.

Ambos casos, pese a sus diferentes aproximaciones, tienen un componente similar consistente en la costumbre, relativamente normal en América Latina, de hablar desde posiciones partidistas que no representan al grueso de la población sino a un sector o sectores concretos y generalmente minoritarios.

Es frecuente que los presidentes se expresen desde su posición de fuerza, utilizando todo el poder de su investidura y asumiendo que los votos obtenidos son propios y no prestados.

Este fenómeno es todavía más grave cuando para poder ganar la elección se han debido formar amplias coaliciones, sean formales o informales, para alcanzar a sectores más amplios de la sociedad. Brasil, Colombia o incluso Chile son ejemplos de esta situación. Sin el aporte de fuerzas y políticos de centro, o más centrados, muchas de estas victorias, algunas muy ajustadas, hubieran sido imposibles.

Ahora bien, en numerosas actitudes presidenciales pesa más la soberbia que una lectura sosegada de la realidad. La gran paradoja de este mecanismo tiene que ver con las diferentes lecturas que se hacen de los resultados electorales, resaltando la elección presidencial y minusvalorando las parlamentarias. Parecería que el voto que elige al presidente es de primera categoría, mientras que el mismo voto que se emite en una elección legislativa tiene un valor sensiblemente inferior.

Detrás de esa soberbia está la intención de impulsar proyectos hegemónicos, de no tener en cuenta los equilibrios de poderes ni el respaldo real de cada opción política concreta.

Esta tendencia, bastante generalizada en América Latina, impide alcanzar los amplios consensos que faciliten la gobernabilidad y defiendan el interés general. Mientras esta tendencia siga vigente, la desafección con la democracia se mantendrá como una de las losas que traba la política regional.


Carlos Malamud es catedrático de Historia de América de la UNED, España, e investigador principal para América Latina del Real Instituto Elcano.

Artículo publicado en el diario Clarín de Argentina