OPINIÓN

¿Quién puede profanar tumbas?

por Juan Manuel de Prada Juan Manuel de Prada

En contra de lo que pretende el cientifismo, que antaño se entretenía midiendo los cráneos de los homínidos y hogaño analizando su ADN, lo que define la aparición del hombre sobre la faz de la Tierra es el respeto reverencial a los muertos. Como señala Chesterton, «es inútil comparar la cabeza del hombre con la cabeza del mono si, ciertamente, nunca pasó por la cabeza del mono enterrar a otro de su especie en una tumba con nueces para ayudarle a alcanzar el celestial hogar de los simios». En efecto, no hay un mono que, evolucionando, se ponga a honrar a sus muertos. Simplemente, hay un montón de monos más o menos antropoides que dejan que sus congéneres se pudran a la intemperie; y, de repente, aparece un nuevo ser, que se diferencia de los monos en especie y no en grado. Y uno de los signos distintivos de ese nuevo ser es una misteriosa naturaleza mística que percibe la muerte como una puerta hacia el misterio. Una puerta infranqueable, mientras estamos vivos; una puerta tras la que se abre una estancia que ahora sólo podemos atisbar brumosamente. San Pablo lo expresó con aquellas palabras insuperables: «Ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara».

Por supuesto, nunca han faltado, en cualquier época y en cualquier civilización, hombres escépticos a quienes este culto se les antojaba supersticioso o irracional; pero procuraban guardarse para su magín su opinión, o expresarla pudorosamente. Sólo cuando afloraba la barbarie, como una erupción volcánica, y arrasaba con su lava la civilización, esos escépticos y burlones comedidos se convertían en hienas rampantes que incitaban a profanar los cadáveres, desenterrándolos, revolviendo sus huesos, incluso enarbolándolos como garrotes, al modo en que Caín enarboló la quijada de asno para golpear a su hermano Abel. Estas manifestaciones eruptivas de la barbarie las encontramos en todos los crepúsculos civilizatorios; en este trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín, por ejemplo, en las jornadas revolucionarias de nuestra Guerra Civil, cuando españoles incendiados por los satanes más bajos se dedicaron a profanar tumbas, en volandas de una pulsión sacrílega y nauseabunda que provocaría daños irreparables a su causa, cuando se empezaran a divulgar fuera de nuestras fronteras fotografías de milicianos que posaban con momias y esqueletos desenterrados de las criptas de iglesias y conventos.

En esas fotografías descubrimos enseguida a hombres que han retrocedido a la zoología más espesa (un retroceso de especie, no de grado). Y es que la profanación de tumbas, en cualquier civilización, ha sido siempre considerada la forma más nefaria y nefanda de crimen, la apoteosis del horror cósmico y primigenio. ¿Qué ha ocurrido, entonces, para que en nuestros días un gobernante pueda pasearse tan pichi, ensayando además mohines compungidos y democratísimos, ante restos humanos profanados, como acaba de hacer el doctor Sánchez en el Valle de los Caídos? Ciertamente, la idea que impulsó la construcción de aquel monumento funerario se nos antoja un delirio típicamente falangista, que contraría el sentido y la naturaleza de un cementerio católico –por juntar en batiburrillo restos de personas creyentes y ateas, en flagrante conculcación de las leyes eclesiásticas–, para amparar una quimera pánfila de reconciliación. Pero en esas criptas se reúnen en zurriburri restos de combatientes de uno y otro bando, a menudo sin identificar y en muchos casos mezclados (por proceder de fosas comunes). Pretender aislar los restos de tal o cual persona implica inevitablemente la profanación vil de los restos de otras muchas, que están siendo removidos, trasladados, hurgados, examinados, alineados en mesas de aluminio, como si fuesen piezas de carne en el mostrador de una carnicería. Una profanación que la visita del doctor Sánchez convierte, además, en exhibicionismo macabro y dolorosamente burlón que los pucheritos hipócritamente compungidos tornan aún más repulsivo.

Impresiona que se pueda exhibir ante las cámaras esta profanación sórdida. Las fotografías de aquellos milicianos que hace noventa años desenterraban cadáveres escalofriaron al mundo entero y redujeron drásticamente los apoyos a la causa republicana. Las imágenes que anteayer ofreció el doctor Sánchez ya ni siquiera causan conmoción, prueba inequívoca de que nuestra época está regresando a un estadio previo a la civilización, prueba de que estamos dejando de ser humanos. De esta época maldita, donde los gobernantes pueden profanar tumbas alegremente y los jueces nada hacen por impedirlo, donde los clérigos callan como profesionales del amor mercenario y la sociedad sojuzgada ni se inmuta podría decirse lo mismo que Proust decía de los personajes de ‘En busca del tiempo perdido’: «Desde hacía tiempo ya no se daban cuenta de lo que podía tener de moral o inmoral la vida que llevaban, porque era la de su ambiente. Nuestra época, para quien viva dentro de mil años, parecerá que hubiese hundido estas conciencias tiernas y puras en un ambiente vital que se mostrará entonces como monstruosamente pernicioso y donde, sin embargo, ellas se encontraban a gusto».

Pero, para encontrarse a gusto en ese ambiente vital monstruosamente pernicioso, hace falta haber regresado a un estadio previo a la humanidad. Ya somos animales nostálgicos de las cuatro patas y el rabo que se abrazan al horror cósmico y primigenio, convencidos además de nuestra irreprochable dignidad democrática. Lovecraft nos habría incluido entre los satisfechos adoradores de Culthu.

Artículo publicado en el diario ABC de España