Desde hace algún tiempo flota en el ambiente político latinoamericano la diferencia entre acreedores internacionales -públicos o privados- y sus respectivos deudores. Tales divergencias se centran casi siempre en los préstamos e inversiones que hacen las instituciones financieras internacionales o bancos públicos o privados y las obligaciones contractuales contraídas por las partes.
El capítulo inicial de este proceso empieza casi siempre con la insuficiencia de capital local para atender proyectos de desarrollo ya sea social, industrial, de infraestructura, etc. La solución natural es recurrir a préstamos o a facilitar la inversión extranjera privada o pública de distintas fuentes cuyo financiamiento se hace en mejores o peores condiciones para el deudor, según sea la percepción de riesgo que tenga el acreedor. A cambio de ese financiamiento el acreedor se ve recompensado por el interés que cobra. A su vez el monto porcentual de dicho interés varía según la percepción mejor o peor que exista acerca de la posibilidad de repago de conformidad con las pautas contractuales convenidas. La cifra de ese riesgo está profesionalmente calculada y puede consultarse en https://www.coface.es/actualidad-economica-financiera/analisis-de-riesgo-pais. De esa fuente se obtiene que Venezuela presenta un enorme riesgo de 39.000 puntos, Estados Unidos 3.25, Argentina 2.548, Brasil 259, Uruguay 122, etc. Por otro lado, está la calificación crediticia que otorgan empresas privadas dedicadas al ramo. La mejor calificación es la AAA, que como consecuencia determina el menor interés en los préstamos. Tal calificación la ostentan Alemania, Dinamarca, Países Bajos, Suecia, Noruega, Suiza, Luxemburgo, Singapur y Australia. ¡Adivine usted por qué será!
En nuestra región es harto frecuente que los países o las empresas contraten préstamos con condiciones de repago mucho más onerosas. Cuando llega la hora de pagar no hay con qué y es allí cuando hace su aparición el discurso político: la deuda externa es ilegal, hambrea al pueblo, es imperialista, etc., etc. Estos argumentos han sido y son parte de la discusión política al día de hoy.
En esta etapa es cuando los acreedores privados ejercen las acciones que estiman les corresponden, lo cual suele resultar en ultracostosas condenas judiciales o arbitrales que ya dejan de moverse en el ámbito del derecho mercantil y pasan a debatirse en el terreno político. Ejemplos de ello es aquello de que “el Fondo Monetario Internacional es malo y nos quiere hambrear”; el BID es un poco menos malo, pero igual nos quiere hambrear; las instancias arbitrales “están vendidas”; los tribunales extranjeros no tienen corazón y resuelven embargos y demás medidas coercitivas, etc.
El resultado en muchos casos es el “default” (cesación de pagos), refinanciamientos usurarios, entrega de garantías cuya pérdida pueda ser fatal para el país (Citgo), etc.
En esta etapa hace su aparición la noción de la inmunidad e inejecutabilidad de sentencias arbitrales o judiciales extranjeras a cuenta de la soberanía nacional. Esa es la correcta doctrina jurídica, pero la consecuencia es que quien la invoca queda al margen del circuito financiero internacional. Tales son los casos de Argentina, Venezuela y otros.
En Argentina, 51% de la empresa petrolera estatal (YPF) fue privatizado en 1999 y así funcionó hasta que a la señora Kirchner en 2012 se le ocurrió expropiar la porción privada y -como suele ocurrir- no pagó ni un centavo. Resultado: la Corte del Segundo Circuito de Nueva York acaba de condenar a la República a pagar 16.000 millones de dólares al fondo de inversiones que oportunamente compró los derechos litigiosos de los expropiados. De “anteojito” la sentencia (no firme aún) es una de las más cuantiosas pronunciadas por un tribunal norteamericano en toda la historia judicial de ese país. El 22 de octubre habrá elecciones presidenciales en Argentina y quien resulte elegido tendrá que levantar ese muerto. ¿Quién cargará con la culpa?
Lo mismo está a punto de suceder con Citgo, el mayor activo venezolano en el exterior. Luego de idas y venidas en las que las partes ensayaron novedosos argumentos, “se acabó lo que se daba”. El gobierno de Estados Unidos anuncia que no extenderá la protección ejecutiva que hasta ahora arropaba a nuestra empresa (conocida con el nombre OFAC), mientras paralelamente el juez ante quien se quieren hacer valer las sentencias condenatorias y laudos arbitrales ya firmes ha dado inicio al proceso de remate de Citgo a fin de satisfacer a múltiples acreedores que llevan años sin cobrar ni ven perspectivas de hacerlo. De paso se han “coleado” varios acreedores que antes no habían reclamado judicialmente.
Naturalmente que desde una columna de prensa no podemos proponer ni ofrecer una solución. El objetivo de estas líneas es poner en claro cuál es el sombrío panorama que la República y su principal activo externo deberán afrontar en breve plazo. ¿Quién cargará con la culpa y el costo político?
En definitiva, hay dos perspectivas para abordar estos asuntos. La del acreedor y la del deudor. En el mundo de hoy, a menos que el país quiera aislarse como Corea del Norte, no queda otra que negociar. Tampoco es cuestión de incurrir en la situación descrita en El Mercader de Venecia de Shakespeare, en la que el acreedor, sin corazón (Shylock), para cobrar una libra de carne que había prestado, estuvo en disposición de aceptar el sacrificio de la vida del hijo del deudor para saldar la deuda.
El tema abordado en estas líneas, siendo de importancia y consecuencia crucial, no forma parte de la discusión electoral general de cara a las venideras elecciones primarias. El populismo irresponsable de lado y lado dejará este “muerto” para que lo paguen futuras generaciones.
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