OPINIÓN

¿Quién paga los platos rotos?

por Raúl Fuentes Raúl Fuentes
elecciones 21N Venezuela

Foto: EFE/ Ronald Peña

«El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo». Así comienza una aclamada novela corta de Gabriel García Márquez, cuyo título —Crónica de una muerte anunciada—, manoseado mediáticamente hasta la saciedad, devino, si no en frase hecha o lugar común, en comodín bueno para encabezar relatos de infortunios y reveses presentidos. En atención a la derrota victoriosa del PSUV y el triunfo numérico y disperso de la heterogénea disidencia, podríamos remedar al Gabo y escribir de esta guisa: «El día que íbamos a perder de nuevo, nos levantamos a las 5:30 de la mañana para esperar la apertura de los centros de votación…», y, de aquí en adelante, continuar con una reláfica de lamentos tan predictibles como el descalabro incubado, en detrimento de la unidad, por la disgregación grupuscular. Acaso la abstención fue un mensaje para sordos: el silencioso, aunque contundente ¡ya basta! de una población harta no solo del chavismo, sino también, y no podemos ignorarlo, del divismo de una oposición narcisista, ajena a las necesidades y aspiraciones de quienes dice, cree o pretende representar.

Cuando estas líneas se publiquen habrán arreciado los sermones del desengaño y más de uno, sin entonar el mea culpa de rigor, debió incurrir en sesudos comentarios y exhaustivos análisis de lo ocurrido, a fin de minimizar la arrechera de los votantes decepcionados. Aquí vale la pena apelar a la sabiduría de Winston Churchill o, mejor dicho, a una flemática sentencia suya, anillo al dedo o dedo al ano de quienes propusieron, sin sopesar riesgos, participar sin más en el chimbísimo proceso comicial del pasado domingo: «El político debe ser capaz de predecir lo que va a pasar mañana, el mes próximo y el año que viene; y de explicar después por qué fue que no ocurrió lo que predijo». Campeará naturalmente el inevitable regocijo de quienes, ¡yo se los dije!, despachan el asunto como una estafa perpetrada de común acuerdo entre la narco o nicodictadura y las diversas variantes de su contra. Sus pareceres, fundados en la posesión de una verdad absoluta e irrefutable —dogmática e imperativa revelación divina—, buscan sorprender mas no logran convencer, pues ellos y ellas arrastran largos e inocultables rabos de paja. Son, como los destinatarios de su tóxico discurso, víctimas de las estratagemas atomizadoras del régimen.

Divide et impera (divide y vencerás) es una frase endilgada al dictador romano Julio César, colgada asimismo a Nicolás Maquiavelo y a Napoleón Bonaparte; la autoría es irrelevante, pero en tanto táctica para la conquista y conservación del poder, compele a quien la cita a presentarla como argumento magister dixit (no lo digo yo, lo afirmó Fulano de Tal, Mengano de Cual o el mismísimo Don Cojones de la Mancha). Sembrar cizaña entre el adversario y comprar adhesiones bajo cuerda, procuró y logró el oficialismo a objeto de torpedear la concertación de la oposición democrática.

Las votaciones fueron tildadas de fraudulentas por los gobiernos de Colombia, Canadá y Estados Unidos —la canciller canadiense, Mélanie Joly, manifestó: «Como en el caso de 2018, las condiciones para elecciones libres y justas no existen todavía en Venezuela»; por su parte,  el gobierno de Joe Biden las descalificó y sigue reconociendo el interinato de Juan Guaidó—, y ni siquiera se acercaron a los estándares de la Unión Europea (la Misión Observadora, en su informe preliminar, subrayó «la falta de independencia judicial y la no adherencia al Estado de Derecho»). El gobierno español destacó las principales trampas del chavismo a fin de ponerle las manos a 19 de 23 gobernaciones y 212 de 335 alcaldías en liza: «inhabilitación arbitraria de candidatos de la oposición, el acceso desigual a los medios de comunicación, la falta de independencia judicial y el irrespeto al Estado de Derecho». El País, abarcando mucho y apretando poco, metió su cuchara buscando amoratar el caldo y, en editorial del miércoles 24, señaló: «El hartazgo y la desafección con las autoridades de la sociedad venezolana, en crisis permanente desde hace más de un lustro, son mayúsculos y la política ya no está entre las principales preocupaciones de los ciudadanos».

Los resultados y sus consecuencias permiten cortar kilómetros de tela; en el plano especulativo, abundará el si condicional, motor de distópicos escenarios y parloteos de botiquín, improcedentes en un balance más o menos serio y desinteresado de lo acaecido el 21 de noviembre. Habrá quienes, al dar por suficientemente debatido el tema y pasar la página, dejarán caer una cita de consolación, convirtiendo el fracaso en palanca del éxito. El empresario, evocará a Henry Ford: «El fracaso es una gran oportunidad para empezar otra vez con más inteligencia»; el intelectual, a Shakespeare: «Algunas caídas son el medio para levantarse a situaciones más felices»; otros, a tono con el bicentenario de su nacimiento (11-11- 1821), a Fiodor Dostoievski: «Después de un fracaso, los planes mejor elaborados parecen absurdos».

Radicales y guerreros del teclado se aferrarán a una inicua convicción de Joseph de Maistre (1753-1821), diletante saboyano y virulento enemigo de la Revolución francesa enaltecido como filósofo por los críticos de la ilustración, autor de una infame aserción elevada a la categoría de memorable máxima «todo pueblo tiene el gobierno que se merece» —André Malraux (1901-1976) la modificó y escribió  «…no es que los pueblos tengan los gobiernos que se merecen, sino que la gente tiene los gobernantes que se le parecen»—. La adjetivamos de infame porque generalmente se usa para, a modo de resignación y con arrogante desprecio de las masas, culpabilizar a estas de los desaguisados de quienes las conducen. Sin embargo, sobre todo teniendo en cuenta el modo de accionar de un régimen de dudoso origen y cuestionada legalidad, cual el espuriamente presidido por el Sr. Maduro, podríamos pronunciarnos en sentido contrario a la muy reaccionaria aserción y sostener: «Todo gobierno se da el pueblo que se merece».

Para sustentar esa tesis basta con observar cómo los voceros de la revolución bolivariana, mediante la publicitación de un presuntuoso afán de redención de humillados y ofendidos, se hizo de una variopinta clientela, a cambio de misérrimas limosnas, a objeto de contar con su respaldo comicial —en declive y en vías de extinción, a juzgar por el bajón continuo de su curva de votantes—. Mientras hubo cobres, se forjó un excluyente «pueblo chavista»; en el cual, en torno a gente humilde aspirante sempiterna a una vida mejor, se agruparon oportunistas y vividores de toda índole, forajidos y matones reclutados en el lumpen proletariado y organizados en pandillas que confunden propaganda, participación y militancia política con vocinglería, agavillamiento y asociación para delinquir. Tal «pueblo» a la medida es, en el fondo, un amasijo informe y promiscuo, una merienda de negros para usar una expresión políticamente incorrecta, del cual la gente sensata toma cada vez mayor distancia, vislumbrando que la revolución no lo va a sacar de abajo; por el contrario, lo mantendrá en estado de coma asistido, a objeto de esperanzarlo en una utópica jauja cada vez más lejana.

Quizá, tras el cómo y el por qué del fiasco sufragista, se esté colocando en segundo plano la responsabilidad de la dirigencia opositora. ¿Quiénes deben pagar por los platos rotos? La dirigencia incapaz de acordar alianzas, dejando de lado sus agallas y con el bien colectivo en mente, está moralmente inhabilitada para actuar en nombre del soberano. Están raspados y en esa materia habrá exámenes de conciencia, mas difícilmente de reparación. Un par de semanas atrás sugerimos de convocar a un encuentro nacional del país opositor —partidos, gremios, sindicatos, universidades, la sociedad civil en general— orientado a renovar el liderazgo opositor y poner orden en el tablero político, no al modo oportunista de María Corina (epítome de la pureza, la inmarcesible lideresa de Vente Venezuela trae a nuestra memoria imágenes de Rafael Caldera y Aristóbulo Istúriz ganando indulgencias en el Congreso Nacional con el escapulario del 4F). Esta convocatoria se nos antoja urgente y necesaria, sobre todo por la pretensión madurista de determinar quiénes son los voceros y cuáles los partidos opositores Ya el psicogacelo asomó una recomposición del suspendido conversatorio azteca. Veremos si quienes pusieron el petardo del domingo reinciden en la coprofagia, se engolosinan con los caramelitos de cianuro de la negociación y tropiezan por enésima vez con la misma piedra. Nos abocaremos entonces a pergeñar otra crónica de un fracaso anunciado, sin importar la frase hecha o el lugar común.