Comienzo por definir el término multiculturalista: “Dícese de las personas que suponen que pueden convivir en la misma nación, y bajo las mismas leyes, con seres que pertenecen a diversas etnias, razas, y lenguas, y que poseen distintas religiones a la habitual del lugar, o ninguna religión, siempre y cuando tengan una actitud tolerante. Deben convivir con aquellos que no le gustan”. Lo contrario es muy fácil.
Bien. Suelo leer con mucha atención la información y los ensayos que me envía el Gatestone Institute. Es un think-tank conservador que se dedica, fundamentalmente, a observar los conflictos del Medio Oriente, generalmente con una mirada proisraelí. Uno de los últimos textos, firmado por Giulio Meotti, tenía un título, muy provocador, en forma de pregunta: «¿El multiculturalismo está destruyendo las identidades occidentales?». Hasta ahí el inquietante nombre del artículo.
A propósito de esa pregunta se da una respuesta afirmativa: [No sólo hoy el primer ministro del Reino Unido es de otra etnia y religión de las habituales], sino “la inmigración proporciona 90% del crecimiento demográfico de la nación”. Aunque la situación sueca es aún peor: “17% ha nacido fuera del territorio y no proceden, como antes, de Finlandia, sino son musulmanes”. En el 2065 los suecos serán minoría. [Antes de esa fecha, en el 2050, los estadounidenses “blancos” dejarían de ser la mayoría]. El filósofo Philippe Van Parijs, pese a su “marxismo analítico”, o quizás por recurrir a él, cree que “Bruselas no es más Bélgica, dado que hay más marroquíes que flamencos o valones”. No advierte que muchos marroquíes se insertan en la sociedad belga sin abandonar sus costumbres.
El miniensayo de Meotti, muy bien hecho por cierto, deja fuera algunos elementos clave. Por ejemplo: la responsabilidad moral con los vecinos y la inevitabilidad del fenómeno migratorio. Detener la marea de inmigrantes es imposible. Es, como se dice en España: “ponerles puertas al campo”. Una tarea absurda.
Durante muchos años las democracias liberales fueron más y más atractivas. Estados Unidos y Canadá subyugaban a las sociedades latinoamericanas, mientras la Unión Europea hacía eso mismo con los africanos. Las democracias liberales estaban razonablemente bien gobernadas y resultaban prósperas. La combinación de libertad más derechos generaba réditos. De alguna manera esa atracción era una especie de elogio encubierto.
Cuando se formó Estados Unidos, el país tenía un tercio del tamaño que hoy posee. Grosso modo, el crecimiento se debe un tercio a Francia (Luisiana), a Rusia (Alaska) y a España (Florida, Puerto Rico), el otro tercio se lo debe a México. Sobre todo, con los vecinos latinoamericanos, y concretamente con México, Estados Unidos tiene una gran responsabilidad moral. No se puede intervenir militarmente en un país vecino y apoderarse de la mitad de su territorio, sin que los mexicanos tengan la posibilidad de radicarse donde estén mejor gobernados y encuentren las oportunidades de desarrollarse económicamente. Es verdad que Estados Unidos, eventualmente, pagó por el territorio adquirido en la guerra de 1846-48 contra México, pero no se trata de discutir la soberanía, sino de establecer una responsabilidad moral.
En 1821, cuando comenzaba el trienio liberal, España empacó sus matules de Florida y se largó a la Capitanía General de La Habana. (Los más afortunados se fueron a Madrid). Terminaban tres siglos de soberanía española en esa península. Hoy hay en Florida, más o menos, 3 millones de cubanos y sus hijos y nietos, y 1 millón de puertorriqueños, a lo que se agregan miles de nicas y hondureños, pero la cifra se duplicará en pocos años. ¿Creían los estadounidenses que terminaban sus responsabilidades con el triunfo militar del general Andrew Jackson sobre unos pobres indígenas refugiados en Florida? Las responsabilidades sólo habían cambiado de naturaleza, pero continuaban en su sitio y habían crecido.
A principios del siglo XX los expertos en política exterior convencieron al presidente republicano William H. Taft, y a su sucesor, el demócrata Woodrow Wilson, que Washington debía inducir el buen gobierno en el Caribe y Centroamérica (entre otras razones, para evitar las cañoneras de las grandes potencias europeas merodeando muy cerca de Estados Unidos). Esa tarea provocó 14 operaciones militares, siendo las mayores en México, Nicaragua, República Dominicana y Haití. La llegada de Franklin D. Roosevelt y su política de “los buenos vecinos” cambió el signo de las intervenciones, hasta que comenzó la Segunda Guerra Mundial y luego la Guerra Fría. Fue el momento de utilizar los ejércitos regulares o “constabularios” para controlar a las sociedades y los gobiernos.
Lo que quiero decir es que no hay forma humana de cancelar el multiculturalismo. A las naciones que han intentado revivir el nacionalismo y la autarquía les ha ido muy mal. Esa es la historia de la Alemania hitlerista, de Italia bajo el fascismo de Mussolini, de España bajo el franquismo (al menos hasta que cedieron y le dieron paso a la reforma de los años 59), y de Argentina bajo Juan Domingo Perón, a cada una le corresponde un grado diferente de horror en ese particular “Historia universal de la infamia”. La apertura a los mercados nada tiene que ver con las dimensiones del propio mercado. Mientras más interconectado esté el mundo, más posibilidades de que haya paz y prosperidad en el planeta.
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