Hace mucho tiempo que el Partido Republicano se ha envuelto en la bandera estadounidense, adjudicándose el título de defensor de la “libertad”. Cree que los individuos deberían ser libres para portar armas, espetar discursos de odio y evitar las vacunas y las mascarillas faciales. Lo mismo es válido para las corporaciones: aun si sus actividades destruyen el planeta y cambian el clima de manera permanente, se debería dejar que el “libre mercado” resolviera las cosas. Los bancos y otras instituciones financieras deberían “liberarse” de la regulación, aún si sus actividades hacen colapsar a toda la economía.
Luego de la crisis financiera de 2008, la pandemia y la aceleración de la crisis climática, debería resultar evidente que esta concepción de la libertad es demasiado cruda y simplista para el mundo moderno. Quienes todavía la abrazan, tienen una miopía que les obnubila la mente, o bien están dispuestos a dejarse sobornar. Como dijo el gran filósofo del siglo XX Isaiah Berlin: “La libertad para los lobos muchas veces ha significado la muerte para las ovejas”. O, en otras palabras, la libertad para algunos es la falta de libertad para otros.
En Estados Unidos, la libertad para portar armas se ha producido a expensas de la libertad para ir a la escuela o a una tienda sin recibir un disparo. Miles de personas inocentes -muchas de ellas niños- han muerto para que esta libertad particular pueda vivir. Y millones han perdido lo que Franklin Delano Roosevelt consideraba tan importante, la libertad del miedo.
No existe la libertad absoluta dentro de una sociedad. Hay diferentes libertades que deben equilibrarse mutuamente, y cualquier discusión razonada entre norteamericanos típicos (vale decir, los norteamericanos que no han sido capturados por activistas políticos o intereses especiales) inevitablemente llegará a la conclusión de que el derecho a tener un AR-15 no es más “sagrado” que el derecho de otros a vivir.
En las sociedades complejas modernas, existen innumerables maneras de que las acciones propias puedan dañar a otros sin que tengamos que cargar con las consecuencias. Las plataformas de redes sociales constantemente contaminan nuestro “ecosistema de información” con desinformación y contenido que, se sabe bien, puede causar daño (sobre todo a las niñas adolescentes). Mientras que las plataformas se presentan a sí mismas como canales neutrales de información que ya ha sido divulgada, sus algoritmos promueven activamente una sustancia socialmente dañina. Pero, lejos de pagar algún costo, las plataformas recaudan miles de millones de dólares en ganancias año tras año.
Los gigantes tecnológicos norteamericanos están protegidos de toda responsabilidad por una ley de los años noventa, originariamente destinada a fomentar la innovación en la economía digital rudimentaria. La Corte Suprema de Estados Unidos actualmente está considerando un caso que involucra a esta legislación, y otros países en todo el mundo también cuestionan si las plataformas online deberían poder eludir una responsabilidad por sus acciones.
Para los economistas, una medida natural de libertad tiene que ver con el rango de cosas que uno puede hacer. Cuanto mayor nuestro “conjunto de oportunidades”, mayor nuestra libertad para actuar. Alguien al borde de la inanición -que hace lo que debe solo para sobrevivir- efectivamente no tiene libertad. Visto de esta manera, una dimensión importante de libertad es la capacidad de concretar el potencial propio. Una sociedad en la que grandes segmentos de la población carecen de esas oportunidades -como es el caso de las sociedades con altos niveles de pobreza y desigualdad- no es realmente libre.
Las inversiones en bienes públicos (como educación, infraestructura e investigación básica) pueden expandir el conjunto de oportunidades para todos los individuos, mejorando en efecto la libertad de todos. Pero esas inversiones requieren impuestos y muchos individuos -especialmente en una sociedad que valora la codicia- prefieren tener las cosas de arriba, sin pagar lo que les corresponde.
Este es un problema clásico de acción colectiva. Solo a través de la coerción, obligando a todo el mundo a pagar sus impuestos, podemos generar el ingreso necesario para invertir en bienes públicos. Afortunadamente, como resultado de ello, todos los individuos, inclusive aquellos que han sido obligados contra su voluntad a contribuir a las inversiones en la sociedad, pueden estar mejor. Vivirán en una sociedad donde ellos, sus hijos y todo el mundo tienen un mayor conjunto de oportunidades. En esas circunstancias, la coerción es una fuente de liberación.
Los economistas neoliberales durante mucho tiempo han ignorado estos puntos y se han centrado, en cambio, en “liberar” la economía de lo que consideran regulaciones e impuestos que fastidian a las corporaciones (muchas de las cuales se han beneficiado enormemente de los gastos públicos). ¿Pero dónde estarían las empresas norteamericanas sin una fuerza laboral educada, el estado de derecho para hacer cumplir los contratos, y los caminos y los puertos necesarios para transportar las mercaderías?
En su nuevo libro, The Big Myth (El Gran Mito), Naomi Oreskes y Erik M. Conway demuestran de qué manera los intereses comerciales lograron venderle al público norteamericano la visión del capitalismo antigubernamental y de “mercado libre” que surgió en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. La retórica de la “libertad” resultó esencial. Los capitanes de la industria y sus servidores académicos sistemáticamente recategorizaron nuestra economía compleja -una matriz rica de empresas privadas, públicas, cooperativas, voluntarias y sin fines de lucro- como una economía de “libre empresa”.
En libros como Capitalismo y libertad de Milton Friedman y El camino de servidumbre de Friedrich Hayek, se equiparaba crudamente al capitalismo con la libertad. Central para esta visión del capitalismo es la libertad de explotar: los monopolios deberían tener un poder ilimitado para aplastar a los potenciales competidores y exprimir a sus trabajadores, y las empresas deberían ser libres de confabular para explotar a sus clientes. Sin embargo, solo en un mundo de cuento de hadas (o en una novela de Ayn Rand) se diría que una sociedad y una economía de esas características es “libre”. No importa cómo la llamemos, no es una economía que deberíamos querer; no es una economía que promueva la prosperidad ampliamente compartida; y los individuos codiciosos y materialistas a los que recompensa no son quienes deberíamos querer ser.
El Partido Demócrata necesita recuperar la palabra “libertad”, como lo hacen los socialdemócratas y los liberales en todo el mundo. Lo genuinamente liberador es su agenda, que expande las oportunidades, y que incluso crea mercados que son verdaderamente libres. Es verdad, necesitamos desesperadamente mercados libres, pero eso significa, por sobre todas las cosas, mercados que sean libres del yugo del monopolio y del monopsonio, y del poder indebido que las grandes empresas han amasado a través de una creación ideológica de mitos.
Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es profesor universitario de la Universidad de Columbia y miembro de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional.
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