Circula mi análisis sobre lo que llamo “Golpe parlamentario a la Constitución de Venezuela y desmantelamiento de la transición hacia la democracia”. A él me remito, dados los límites que me impone esta columna.
El Estatuto para la Transición hacia la Democracia adoptado en 2019, de sostenerse la propuesta de reforma que suscriben la mayoría de los diputados y sus partidos AD, UNT y PJ, habrá llegado a su final; así se le sostenga formalmente, pues lo que busca ser distinto y responde a otra finalidad, mal puede nacer de una reforma.
Se elimina la figura del encargado de la presidencia de la república –que impuso el artículo 233 de la Constitución, desmaterializada por el régimen de facto y que fuese el origen del Estatuto– para trasladar a la Asamblea electa en 2015, y a colegiados suyos, como la Comisión Delegada y su Consejo de Administración de Activos, las funciones de gobierno ejercidas por Juan Guaidó. Eso sí, le dan preeminencia envolvente a las funciones de orden económico y financiero, eso que llaman la protección de activos de la república en el extranjero.
Quedan colgados de la brocha, así, todos los acuerdos de la misma Asamblea previos al dictado del Estatuto, como aquel del 15 de enero de 2019, en el que los diputados prorrogados declaran “la usurpación de la presidencia de la república por Nicolás Maduro Moros” y acuerdan, en aplicación del señalado artículo 233, asumir como su compromiso “restablecer las condiciones de integridad electoral” y “proceder a la convocatoria y celebración de elecciones libres” por la falta de un presidente electo. Nada más. Y resta para la crónica del teatro de lo absurdo lo decidido por el Consejo Permanente de la OEA el 10 de enero anterior, mediante su Resolución 117: “No reconocer la legitimidad del período del régimen de Nicolás Maduro a partir del 10 de enero de 2019”.
El parto del cumplimiento de la Constitución –de volver a ella, restablecerla, a partir de su mismo texto como lo señala el Estatuto entonces aprobado– parece ser inútil y prescindible. No haberse logrado tal objetivo, como lo indican los proponentes de la reforma en consideración, les lleva al punto, no de poner de lado lo que es explicable, a saber, la imposibilidad de que los plazos para la restitución de la democracia previstos constitucionalmente no hayan podido cumplirse, como este de los 30 días de duración del ejercicio del Poder Ejecutivo por quien encabeza el parlamento. Antes bien, los gestores del esfuerzo democratizador dado el quiebre constitucional ocurrido, autores y ejecutores del Estatuto para la Transición, a propósito de este y de sus fementidas reformas se cargan los “principios constitucionales” invariables, los dogmas de la Constitución y de nuestra tradición histórica como república.
La cuestión viene de atrás, cabe decirlo sin ambages, pues antes de que se aprobase el Estatuto en 2019, la Asamblea de 2015 no digería que uno de sus miembros, del partido VP, fuese, de la noche a la mañana y por obra del azar, presidente de la república, así fuese por 8 días y en calidad de encargado. Sus mismos copartidarios tampoco lo aceptaban.
Por lo mismo, dejaron colar en el acuerdo que he citado algo que es abiertamente inconstitucional: “Iniciar un proceso progresivo y temporal de transferencia de las competencias del Poder Ejecutivo al Poder Legislativo”. Hugo Chávez y Maduro han hecho lo mismo, a la reversa, asumir como suyos los poderes de sus parlamentos.
De modo que, lo que la Constitución fija como una excepción nominal y extraordinaria, el permitir que el presidente del parlamento, en su condición de tal y en lo personal, asuma la jefatura del Poder Ejecutivo temporalmente –que ese es el núcleo del artículo 233 constitucional– lo hizo mutar la Asamblea con fraude a la Constitución. Ha considerado que la Encargaduría es colegiada, y olvidado que un diputado no puede ejercer funciones públicas sin perder su investidura, salvo en la excepción señalada.
Media, al efecto, una razón de escuelita, el parlamento es el contralor del poder. Y si es él, el que gobierna, ¿quién controla al contralor?
Controlar pudo y no lo hizo la Asamblea, ¿a quién?, a Guaidó, como encargado del gobierno. Lo pudo censurar y hasta destituir separándolo de la presidencia de la Asamblea, si hubiese faltado a sus deberes. Pero no podían hacerlo. Los diputados decidieron ejercer competencias que no les otorga la Constitución. Hoy golpean la mesa para quedarse con todo y cambiar de estrategia, a costa del Estado constitucional y democrático de Derecho.
Que se elimine al Encargado del Poder Ejecutivo y, de suyo, quede inejecutable el mandato del artículo 233 de la Constitución que diera lugar a todo este entuerto y al Estatuto para la Transición, sin responsables visibles, afecta además al principio de la separación de poderes. Sitúa al parlamento en un disparadero. Se sumaría, como actor, a la deconstrucción constitucional que inició Hugo Chávez en 1999 y aceleró Maduro, luego de una sucesión presidencial palmariamente inconstitucional en 2013.
No huelga, pues, a manera de lápida dejar el epitafio que calza. Lo escribe Piero Calamandrei (1889-1956) al narrar su experiencia bajo el gobierno de Mussolini y definirlo como el «régimen de la mentira» (Il fascismo come regime della menzogna, 2014):
“En un régimen como este, las instituciones no son aquellas que están escritas en las leyes, sino las que sacan de entre sus líneas: las palabras no tienen más el significado registrado en el vocabulario, sino distinto y a menudo opuesto al común, sólo entendible para los iniciados [de la dictadura]… A esta duplicidad de ordenamiento corresponde una doble estratificación de órganos: la burocracia del Estado y la burocracia de partido, pagadas ambas por los contribuyentes… Entre la burocracia de la ilegalidad y aquella de la legalidad simulada no hay antítesis, más bien existe una secreta alianza, una especie de reciprocidad vicaria”.
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