Hay quienes piensan que el enfrentamiento de Andrés Manuel López Obrador con Estados Unidos sobre el T-MEC encontrará una rápida solución. El pragmatismo presidencial se impondrá sobre su temperamento, su antiyanquismo, su soberanismo. Antes del plazo de 75 días, para que se instaure el panel de solución de controversias, se llegará a un acuerdo. Esta tesis descansa en dos pilares: ceder en los hechos ante todo lo que Washington pida, pero declarando simultáneamente que se ganó todo y se conservó la soberanía.
Otros pensamos que AMLO no se permitió el margen de maniobra para recular de esa manera. Además, ni la letra del tratado ni la disposición de Washington permiten desandar tan fácilmente el camino que Nahle, Bartlett, la LIE y Morena han recorrido en apoyo a Pemex y CFE. En el primer caso, el conflicto termina a mediados de octubre; en la segunda hipótesis, se instaura el panel en esas fechas, y a los seis meses hay un fallo o resolución casi seguramente desfavorable para el gobierno (no para México: es su pleito).
Pero en ambas conjeturas figura el nacionalismo mexicano y el recurso al patrioterismo ramplón por parte de López Obrador como un elemento central. Según las dos visiones, gracias a la guerra de los capítulos con Estados Unidos y Canadá, AMLO pretende movilizar a su base, arrinconar a la oposición, denostar a los empresarios e intelectuales, y evitar al mismo tiempo cualquier conflicto grave con el vecino del norte. La premisa de la estrategia se resume en una proclama: “¡Qué miedo!”. Los gringos nos hacen los mandados.
La premisa que subyace a esa premisa es la creencia en el perenne antiamericanismo de una mayoría, o por lo menos de la mitad de los mexicanos. A pesar de todo el tiempo transcurrido, de la apertura económica, del TLCAN y la democracia, de la migración y las remesas, del turismo y las exportaciones, una buena parte de la sociedad mexicana ve con buenos ojos que nos enfrentemos a los norteamericanos, defendamos la soberanía, seamos independientes, abrazando toda la sarta de lugares comunes que tanto le gustan al presidente. Por eso lo hace. Su instinto y profundo conocimiento del alma del pueblo mexicano lo conduce a esta conclusión irrebatible.
No estoy tan seguro. Sin haber sido nunca un apologista del TLCAN o del T-MEC, sin creer necesariamente que todo lo que ha sucedido desde 1994 ha sido lo ideal para el país, tengo mis dudas. Creo que hay decenas de millones de mexicanos que consumen productos estadounidenses baratos, y saben que pelearse con el norte implica, en el mejor de los casos, encarecerlos, y en el peor de los casos que desaparezcan. Son también decenas de millones que trabajan en empleos bien o mal pagados de empresas norteamericanas, o de turismo que recibe (más de 80%) a ciudadanos de ese país. Son también decenas de millones que reciben remesas de migrantes que viven (mal) y trabajan (mucho) en Estados Unidos. Son probablemente más de cien millones de mexicanos que ven tele gringa, visten ropa “al estilo americano”, escuchan música del otro lado, desean aprender inglés o irse allá.
Tal vez, dirán los partidarios de la 4T, pero todo eso es propio de la clase media. La base electoral de López Obrador sigue siendo antiyanqui, sigue creyendo que el “petróleo es nuestro”, que los extranjeros nos explotan y que no hay que dejarse con los gringos. Tampoco me convence el argumento. Quienes se van al norte o reciben remesas no son las clases medias, las que trabajan en Walmart o los hoteles de la Riviera Maya, tampoco.
Me gustaría ver las encuestas, que supongo que pronto saldrán publicadas. La sociedad mexicana ¿le tiene miedo a un enfrentamiento con Estados Unidos? ¿Está de acuerdo con la defensa de Pemex y CFE aunque ello implique aranceles a los jitomates, los aguacates, el azúcar, la cerveza y las autopartes de México? ¿Vale la pena correr el riesgo de que cese la inversión norteamericana y se retraiga el turismo, y se devalúe la moneda, todo por defender electricidad más cara, más sucia y no renovable, o una empresa obsoleta, quebrada y corrupta? Veamos.
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