Entre 1975 y 1998, Vladimir Putin fue funcionario de los servicios de inteligencia de Rusia, primero en la nefasta KGB y más adelante en el Servicio Federal de Seguridad (organismo que continuó a la KGB, pero que, en lo esencial, opera con los mismos criterios), donde alcanzó el cargo de director. La anterior no es una simple anotación biográfica. Los hechos han demostrado que aquellas más de dos décadas de aprendizajes y experiencias modelaron una manera de pensar, de tomar decisiones y de entender la actuación de Rusia en el tablero mundial.
Putin gobierna Rusia desde 1999. Y ha hecho los arreglos necesarios para continuar en el poder de forma indefinida. Como Aleksandr Lukashenko en Bielorrusia, Daniel Ortega en Nicaragua o Nicolás Maduro en Venezuela, practica esa modalidad de la dictadura que consiste en articular leyes y operaciones salvajemente represivas para destruir toda forma de oposición. Putin dirige un régimen especializado en detener y enjuiciar a opositores, envenenarlos o abalearlos cuando le resulta necesario, impedir que se expresen, arrasando con el periodismo independiente del país. He leído que, en Rusia, 70% de la población solo tiene acceso a la televisión estatal.
El caso de la periodista Anna Politkóvskaya (1958-2006) es un ejemplo de la mentalidad Putin y del extremo inescrupuloso de sus acciones: fue arrestada y se le sometió a un simulacro de fusilamiento. A continuación, fue envenenada. Pero sobrevivió y continuó investigando y publicando libros sobre Putin y sobre los horrores cometidos por los rusos en Chechenia. Entonces, el 7 de octubre de 2016, fue acribillada en el ascensor del edificio donde vivía. Alexander Litvinenko, un exespía ruso que investigó el crimen y acusó a Putin de la autoría intelectual del mismo, también fue asesinado, pero con uno de los métodos preferidos por el dictador: envenenado con polonio. Por eso, cuando Joe Biden afirmó que Putin es un asesino, el pasado marzo, nadie saltó en defensa del señalado: en las altas esferas de la diplomacia y la política internacional, Putin es percibido como un poderoso criminal planetario (casi tan poderoso como Xi Jinping), que debe disfrutar cada vez que se le describe como un sujeto frío, implacable y calculador.
Putin, además de experto en la eliminación policial, tribunalicia o física de sus adversarios, es un enemigo activo de los derechos civiles y políticos. Persigue y destruye medios de comunicación, grupos culturales, gremios y cualquier tipo de asociación que pueda constituir alguna forma de disidencia. Bajo su dirección, ha desatado una persecución sistemática contra homosexuales y organizaciones de la comunidad LGBT. No solo aspira a controlar la moral y las vidas privadas de los ciudadanos de su país: también el conocimiento de la propia historia, sometida a censuras, controles, versiones oficiales, cierre de archivos y más. Putin está al frente de una gran operación para borronear, olvidar, poner en segundo o tercer plano, la historia de los crímenes cometidos por los comunistas, incluyendo los del estalinismo.
A menudo, expertos de categoría mundial, como Timothy Snyder, lo advierten: es hora de que los gobernantes y quienes toman decisiones se percaten del peligro que Putin, rodeado de un pequeño ejército de oligarcas y de una amplia riqueza proveniente del petróleo, representan para los países, las democracias y sus instituciones.
En el nuevo orden mundial han insurgido, con una fuerza que nadie previó hace apenas dos décadas, armas poderosísimas –manipulación de las realidades, emisión de noticias falsas, prácticas recurrentes de desinformación, campañas contra la reputación de las instituciones y del modelo democrático– que se realizan a distancia, de forma anónima y a muy bajos costos. Hay un auge del uso de medios no militares para lograr objetivos políticos, económicos o sociales, que resulta efectivo y muy difícil de contrarrestar.
Ha dicho Sir Lawrence Freedman, eminente estudioso de la guerra y el belicismo, del King’s College de Londres, que Putin es el “actor gamberro” de la política internacional. Y está en lo cierto. La maquinaria de desinformación de Putin ya mostró su eficacia en las elecciones de Estados Unidos donde resultó ganador Trump, en el referéndum del Brexit, en el referéndum de Cataluña, en las campañas de estímulo a las protestas violentas en Ecuador, Chile y Colombia.
Y es aquí donde vuelvo a mi pregunta inicial: un poder dedicado a intervenir en los asuntos planetarios; que es aliado del criminal Bashar al-Ásad en la guerra de Siria; que tiene diseminado espías-sicarios por el mundo que envenenan a sus enemigos; que se anexionó a Crimea en 2014, en una fraudulenta operación electoral y militar; que mantiene una actividad propagandística internacional a través de medios o plataformas bajo su control como Sputnik, Russia Today o la fábrica de videos Redfish; que realiza sistemáticas campañas para desestabilizar a los países democráticos; ese señor Putin y su régimen, ¿qué quieren en Venezuela? ¿Por qué trabajan con tanto ahínco para mantener a Maduro en el poder?
Hay cuestiones obvias: el régimen de Chávez y Maduro ha sido y es un enorme cliente de las armas rusas (solo en la década 2001-2011, el monto de las compras superó los 12.000 millones de dólares). Es un territorio en el que Rusia puede acrecentar su poderío como holding petrolero. Además, ya está ocurriendo: Venezuela le sirve a Rusia para acrecentar su poder internacional. Se ha convertido en una de sus piezas en disputa. Ahora se repite, sin rubor, que, para encontrar solución a la crisis venezolana, no solo hay que hablar con el castrismo sino también con Putin. Quiero decir con eso que el propósito de Putin ya ha sido alcanzado: convertir a Venezuela en ficha de un complejo juego internacional, donde los intereses rusos están mezclados con otros intereses, que enrarece todavía más la perspectiva venezolana.
Antes de cerrar este artículo, quiero recordar lo dicho por John Bolton, exasesor de Seguridad de la Casa Blanca, hace un año, al diario ABC, de España: ojalá que Estados Unidos no permita que Rusia o China instalen una base militar en territorio venezolano.
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