Los resultados de las elecciones primarias de Argentina, llamadas PASO (Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias), han sido ampliamente divulgados. En síntesis, un candidato autodenominado libertario, tildado de ultraderecha por muchos observadores, fue el más votado, con 30% del voto. Entre sus dos candidatos, la coalición de centroderecha Juntos por el Cambio obtuvo un poco menos, 28%. Y el peronismo, en caída libre, casi alcanza a Juntos por el Cambio, con 27%. Las repercusiones no tardaron en hacerse sentir en los mercados: el peso argentino sufrió una devaluación de más de 20%. Asimismo, las especulaciones sobre el significado de la irrupción de Javier Milei, el candidato más votado, y sobre la debacle peronista, proliferaron en múltiples medios internacionales. Más allá de la hipérbole, tal vez convenga ver las cosas con mayor ecuanimidad.
En primer lugar, aunque en el retorcido sistema electoral argentino todo puede suceder, hoy en día me parece poco probable que Milei sea el próximo presidente. Tiene -sin duda- la inercia a su favor, y el paso de 30% a 40% del voto, con el que puede ganar si supera al segundo lugar por 10 puntos porcentuales en la primera vuelta, no es imposible. Pero un sistema de dos vueltas o balotaje obliga a transferencias de votos. Si el derrumbe económico argentino sigue y se agrava en estos meses, es probable que Sergio Massa, el actual ministro de Economía y candidato peronista, llegue en tercer lugar en la primera vuelta el 22 de octubre, y la segunda vuelta se dé entre Milei y Patricia Bullrich, la candidata ganadora en Juntos por el Cambio. Massa, que en teoría podría pasar a la segunda vuelta dado su porcentaje en la primaria, deberá seguir encargándose de una situación económica desastrosa, en particular con una inflación que para diciembre puede alcanzar la cifra catastrófica de casi 150% anualizada. Se antoja difícil que mejore su votación. En el caso de que no pasara a la segunda vuelta, el voto peronista, al que repugna tanto Milei como Bullrich, se inclinaría por la abstención (el voto es obligatorio en Argentina, pero igual mucha gente no acude a las urnas), o por Bullrich, tapándose la nariz, pero impidiendo el triunfo de la ultraderecha. En otras palabras, el triunfo de Milei se encuentra todo menos asegurado.
Una segunda reflexión se refiere al ultraderechismo de Milei. ¿Qué tan extremista es, o sería, en la presidencia? En materia económica, efectivamente, se le puede definir como alguien que se ubica entre lo excéntrico y lo desorbitado. Sus ideas de suprimir el Banco Central, dolarizar la economía (algo impensable sin reservas), y suprimir todas las funciones estatales, salvo la seguridad y la Justicia, parecen irreales en el mejor de los casos. O bien son simplemente banderas de campaña, que atraen y captan bien el hartazgo de los argentinos con esquemas económicos que solo han devastado al país. La probabilidad de su aplicación concreta se antoja muy baja.
Milei es antiaborto, pero favorece los matrimonios entre personas del mismo sexo, y la legalización de la marihuana. Quiere facilitar la portación de armas y poner en práctica una política de mano dura contra la delincuencia, pero se declara libertario y antiestado. Una de sus propuestas iniciales más delirantes, la de crear un mercado de venta de órganos, difícilmente pasan la prueba de la risa y, de hecho, finalmente no llegó a formar parte de su programa de gobierno. Es más un excéntrico que un extremista, y los votantes tal vez lo juzguen como tal cuando ya se trate de elecciones definitivas.
Por todo ello, si hubiera que apostar hoy, Patricia Bullrich probablemente sea la próxima presidenta de Argentina. La derecha viable, de mano dura, es ella. Los adversarios del peronismo la prefirieron con mucho al candidato más centrista y más concertador, Horacio Rodríguez Larreta. Lo grave es que entre ella y Milei obtuvieron casi la mitad de los sufragios (votos válidos: 23.687.885, votos Milei-Bullrich: 11.138.818). Es una derecha que al igual que en Chile hoy, o Brasil en 2018, proviene de una reacción iracunda ante gobiernos progresistas que no logran entregar lo prometido, aunque en muchos casos, su fracaso se origina en la propia oposición recalcitrante de esa derecha.
Sin embargo, no parece conveniente extrapolar demasiado de estas PASO argentinas. Existe una tendencia permanente en América Latina a descubrir tendencias generales para toda la región en cada elección. Entre 2018 y el año pasado, muchos detectaron una nueva marea rosa en Latinoamérica; pronto sobrevinieron las derrotas de la izquierda en Chile, en Argentina y la brutal caída de popularidad de Petro en Colombia. Más bien lo que podemos discernir en los acontecimientos recientes en Argentina, en Ecuador, en Guatemala, en El Salvador, en Brasil con el intento de golpe el 8 de enero, e incluso en México, es un debilitamiento de la democracia, y del apoyo de la ciudadanía a la misma. Latinobarómetro lo mide bien; el surgimiento de figuras como Milei es un síntoma de un dilema más profundo. La democracia latinoamericana no ha traído consigo una mejora duradera en las condiciones de vida de la gente. No le correspondía hacerlo, quizás, pero eso esperaban sociedades donde el nivel de vida no aumenta.
Es posible que la consecuencia más significativa de los resultados argentinos para la región consista en sus implicaciones diplomáticas. Desde la llegada a la presidencia de Lula, Brasil, junto con otros países, ha buscado revivir anteriores iniciativas de unidad latinoamericana. Se ha intentado revivir Unasur, la fallida instancia de cooperación política y militar, y la Celac, el nonato foro de una OEA sin Estados Unidos y Canadá, y con Cuba. Asimismo, la situación en Venezuela, tan consecuente para múltiples países latinoamericanos debido al éxodo de casi 7 millones de habitantes de ese país, ha sido objeto de un enfoque nuevo por parte de Brasil, Colombia y Argentina, basado en el acercamiento al régimen de Maduro y la búsqueda de un acuerdo entre el gobierno y la oposición sobre las elecciones del año entrante. Lula también ha buscado crear un espacio para América Latina en la construcción de la paz en Ucrania, en ocasiones acercándose en exceso a la posición de Moscú. Más allá de si estas iniciativas son intrínsecamente útiles o viables, el gobierno peronista de Alberto Fernández ha desempeñado un papel importante en estos esfuerzos. Se puede pensar que Milei, Bullrich o incluso Massa los verán con menor entusiasmo que Fernández; Argentina tal vez se acerque más a la prudente postura de Boric en Chile, y menos a las grandes ambiciones de liderazgo regional y mundial de Brasil. El bloque diplomático progresista latinoamericano difícilmente superará el desenlace argentino.