OPINIÓN

¿Qué me cuentas, Adrianito?

por Rodolfo Izaguirre Rodolfo Izaguirre

Adriano González León era dueño de un asombroso olfato literario porque le bastaba leer dos o tres párrafos de un texto para determinar el valor que se arrastraba en aquellas líneas. Era, además, un lector insuperable capaz de hilvanar acertadas e iluminadas reflexiones a medida que leía lo que llevaba en las manos. Se mantuvo siempre al día en sus contactos con la literatura y gracias a sus desvelos supe, por ejemplo, de La Náusea, de Jean Paul Sartre cuando Adriano leyó buena parte en uno de los hermosos patios de la vieja Universidad de San Francisco en los primeros años de la dictadura de Pérez Jiménez. Queríamos saber qué era o qué proponía el existencialismo.

Recordaré aquel momento porque ocurrió antes de entrar temprano a la aburrida clase de Derecho romano y un muchacho pasó junto al grupo que embelesado escuchaba la lectura de Adriano.  El muchacho se detuvo al oír lo que Adriano leía, le tocó el hombro y le dijo con voz de alerta:»¡Vigile sus lecturitas, camarada!». Era Guía, un chico de la Juventud Comunista, dominado de manera apasionada por el marxismo. Sin saberlo, era un fascista de alto vuelo y en él conocí a edad temprana qué significaba ser y actuar como fundamentalista. En este sentido, me considero privilegiado porque conocí en un bello patio universitario al peor enemigo de mi propia conciencia.

En lugar de leer buena literatura, Guía solo leía a Plejanov y novelas como Así se templó el acero y sacrificaba la rebeldía de su espíritu en las llamas del realismo soviético y aplaudía al héroe estalinista positivo. Pocos años más tarde reveló su desafortunado fascismo cuando desde el automóvil policial delataba a sus antiguos compañeros que veía caminar por las aceras. Murió joven víctima de la voracidad del cáncer. Escuché a algunos decir que Dios sabe lo que hace.

Adriano González León, Elisa Lerner, Luis García Morales y Rodolfo Izaguirre se conocieron en el Liceo Fermín Toro y allí se recibieron como bachilleres, sin saber que pocos años mas tarde Adriano publicaría País portátil y junto a Salvador Garmendia, Perán Erminy, Guillermo Sucre y otros jóvenes artistas y escritores, sin olvidar a los mencionados fermintorianos, se creará el Grupo Sardio, renovador de la literatura venezolana. ¡Es una historia conocida!

Fueron dos las verdaderas pasiones de Adriano: la mujer y el ardor de la literatura. Le importaban más los distintos lenguajes de País portátil,  el acento trujillano de las evocaciones familiares del pasado y la trepidante aceleración del presente guerrillero, que la visión política a que se obligaba la propia narración.

Mantuvo durante cierto tiempo una relación más que amistosa con una chica atractiva y de mente moderna y abierta que pudo haberse convertido en un futuro promisorio si no hubiese aparecido un hermano de ella que regresaba al país después de vivir un par de años en Alemania.

Adriano, para dar gusto a la chica, se ocupó del hermano y mantuvo con él una tarde entera poniéndolo al día, informándole sobre lo acaecido en el país venezolano mientras el futuro cuñado estuvo ausente.

Sentado en una cómoda y bien tapizada poltrona, el muchacho escuchó la pormenorizada relación que le regaló Adriano sobre la situación política, los enfrentamientos entre los partidos y la actitud presuntamente neutral del gobierno; se refirió a la siempre difícil y comprometida situación no solo de la Universidad Central siempre en conflicto estudiantil sino de la Universidad de los Andes, no obstante la sabia conducción del visionario rector Pedro Rincón Gutiérrez, Perucho.

Adriano, con los ojos puestos en la chica que le atormentaba el alma, fue más allá y puso al presunto cuñado al tanto de la vida social caraqueña, hizo breves reseñas de algunos matrimonios de alta clase; se explayó en el recuento de varios escándalos de sociedad y supo acentuar con mayor énfasis y  contundente emoción los avances del país en materia cultural: la nueva narrativa, la obra de los poetas y las audacias cumplidas en las artes plásticas, las veces que se levantó el telón en el Municipal.

El muchacho se mantuvo todo el tiempo displicente, con una sonrisa de irónico desdén como si el hecho de haber vivido en Alemania lo elevase en rango. ¡Un ser insoportable!

Yo estaba allí, sentado en silencio en un apartado de la sala escuchando maravillado la minuciosa información que mi amigo ofrecía al muchacho recién llegado de Alemania. Conozco a Adriano y desde el primer momento advertí que sentía disgusto y profundo desafecto por aquel joven remilgado, pero se entregó con buen ánimo a poner al joven al día. Posiblemente estaba detestando a quien estaría destinado a ser su cuñado.

En un determinado momento, Adriano se levantó para servirse un trago. Habían transcurrido 45 minutos de intensa, lúcida e impresionante tarea informativa. La duración reglamentaria en las más altivas y señoriales universidades de Londres, Alemania o Estados Unidos.

Al regresar con su whisky en la mano, Adriano encontró al muchacho tendido en la poltrona, completamente desentendido, siempre con la burlona sonrisa en los labios, como si acabara de bajar del avión y estuviera llegando a casa y al ver a Adriano preguntó con cierto desdén e indolencia: «¿Y qué me cuentas Adrianito?».

Adriano no desparramó el whisky porque no era hombre de estar traicionando un buen trago, tampoco se contenía ni avergonzaba para soltar vulgaridades ni gruesos improperios, pero quedó petrificado ante la indolencia del muchacho y supo en ese instante que los amores con la hermana de aquel chico llegaban a su fin porque se le haría cuesta arriba por no decir imposible ver aunque fuese un segundo a un ser tan imbécil. Se detuvo. Miró al recién llegado de Alemania y con voz acalorada exclamó: «¿Quieres que te cuente algo, hijo de la que te parió? ¡Te cuento los pelos del culo!».