La desaforada ocupación del edificio del diario El Nacional por efectivos militares a las órdenes de Diosdado Cabello contrasta en su fiereza con la cobardía que muestran los generales bolivarianos ante otra ocupación: la que despliegan en conjunto, desde hace dos décadas, las llamadas “disidencias” de las FARC colombianas y el ELN en territorio venezolano.
Fundado hace 78 años, El Nacional corporizó a la vista de generaciones de compatriotas los más acerados e indiscutibles valores de libertad política y pluralidad intelectual.
La ocupación ordenada por Cabello es, sin más, un expolio: un atraco a mano armada que el régimen imperante en Venezuela pretende sobredorar con un dictamen del Tribunal Supremo, organismo judicial cuya magistratura preside un malhechor dos veces acusado de homicidios distintos e inexplicablemente beneficiado, dos veces también, por medidas de clemencia.
La orden del Tribunal Supremo, acatada sin oficio por una unidad de asalto, pretende hacer efectiva la sentencia con que un juez vendido obliga a resarcir ¡los daños morales! causados por El Nacional a un hombre por cuya captura el programa de recompensas del Departamento de Estado de Estados Unidos ofrece desde hace 14 meses una recompensa de 10 millones de dólares.
Poco más de 15.000 metros cuadrados cubren la edificación modelo y los equipos de una cabecera histórica en América Latina. Según algunos cálculos, los activos arrebatados cubren con su valor actual apenas la mitad de los 13 millones de dólares que el juez estima que valen el honor y el buen nombre de Cabello. La martingala de su honor vulnerado manifiesta una vez más su inextinguible, personal saña contra todo lo luminoso y noble que brille en Venezuela.
Es, ciertamente, otro golpe a la libertad de expresión, tan perseguida durante dos décadas de régimen chavista. Pero No puede ser de otra manera, me digo, y en lo que sigue imparto dos o tres cosas sobre el diario caraqueño en que eché los dientes y que juzgo dignas de recordar en esta hora.
El Nacional apareció en 1943, durante el cuarto año de la Segunda Guerra Mundial, cuando la lucha contra los fascismos aún no se decidía. Venezuela, regida todavía por resabios del gomecismo, atravesaba el segundo gran boom petrolero que dio lugar a cambios determinantes, como fue la irrupción de las mayorías venezolanas en nuestra vida política. La era de los sindicatos petroleros y los grandes partidos de masas apenas comenzaba.
La generación de mis padres, nacidos durante las primeras dos décadas del siglo pasado en un país palúdico que, sojuzgado por chafarotes, malvivía del café, vio a un maestro de escuela novelista convertirse, gracias al voto universal, en presidente de la República. Vio en La Habana a nueve humildes hombres del pueblo triunfar en una Serie Mundial de beisbol amateur, allá por 1941.
Este hecho, conmemorado aún por los venezolanos cada mes de octubre, podría ser despachado como una cita al pie del Diccionario Polar de Historia de Venezuela si no fuera porque aquel mismo populoso año de 1941, solapándose en cosa de semanas con el triunfo en La Habana, surgió el gran partido socialdemócrata de Rómulo Betancourt.
Cuatro años más tarde, en otro octubre, Betancourt llegó al poder y emprendió los grandes cambios en la educación pública y en la cultura cívica nacionales que la dictadura de Pérez Jiménez no pudo sofocar. Entre medias, en agosto del 43, nació el periódico que Diosdado Cabello cree haber liquidado para siempre.
No sé a qué leyes se deba el que un diario que vio la luz dirigido por Miguel Otero Silva, gran figura histórica de la izquierda marxista venezolana, haya podido no solo convertirse en bastión de la resistencia a la tiranía perezjimenista, sino además, una vez Venezuela recuperó sus libertades democráticas en 1958, convertirlo en el más poderoso medio de expresión liberal que jamás tuvo la prensa venezolana. Y digo liberal en su acepción más amplia y vigorosa.
Cosas inapreciables como estas que cuento –imperceptibles, desde luego, para un obtuso narcofascista como Cabello– signan la historia de El Nacional. Por ellas sé que esta historia en modo alguno ha terminado.
Las tiene muy presentes mi solidaridad con su actual editor, Miguel Henrique Otero, y con el resto del equipo. “El juego no acaba hasta que termina”, dejó dicho el sabio Yogi Berra.
Artículo publicado en el diario El País de España
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