A pesar de tratarse de un concepto “paraguas”, que abarca bajo su nombre una pléyade de modalidades políticas distintas, muchas de ellas abiertamente contradictorias y excluyentes entre sí, la noción de “socialismo” ha estado siempre ligada –al menos en teoría– a los principios del humanismo y la primacía de la persona por encima de cualquier otra consideración. Por el contrario, el fascismo como modelo político social de dominio, se caracteriza no por la supremacía de la persona, sino por la preeminencia del Estado.
En los modelos fascistoides y totalitarios, el Estado siempre es primero, y la persona tiene sentido e importancia en tanto se subsuma en el Estado. Así, el fascismo reconoce los derechos de las personas sólo cuando no entran en conflicto con las necesidades del Estado, y por tanto, aquellos son siempre inferiores y subordinados a estas últimas. Y como en estos modelos el Estado es lo mismo que el partido gobernante, las “necesidades del Estado” se traducen en la práctica en los intereses y las conveniencias de la camarilla oficialista. Cuando en el fascismo la clase política en el poder habla de los “intereses del Estado”, lo que en realidad está hablando es de sus propios intereses personales, sean económicos o de dominio.
Una de las ventajas con las que ha contado el modelo de dominación militarista que ocupa el poder hoy en Venezuela, ha sido la dificultad para arribar a una definición consensuada sobre qué es realmente. Sin embargo, la realidad suele muchas veces acudir en auxilio de los confundidos. Y la última semana ha seguido contribuyendo, para quienes todavía no se han dado cuenta, en el esclarecimiento de la auténtica naturaleza de esto que padecemos hoy en nuestro país.
Ya no es solo la salvaje represión contra las protestas populares, muy al estilo de los esbirros de Pinochet en la oprobiosa dictadura militar chilena o de los “tonton macoute” de los hermanos Duvalier en Haití. Tampoco es la presencia de paramilitares oficialistas, mal llamados “colectivos”, a la usanza de las “milicias voluntarias para la seguridad del Estado” de Mussolini o los “camisas pardas” del nazismo hitleriano. Estos últimos días nos traen, para seguir sumando, dos nuevas e incontestables evidencias del carácter estructuralmente fascista del militarismo del siglo 21: el rechazo del régimen madurista a la decisión del Consejo de Derechos Humanos de la ONU y la solicitud para que la ANC apruebe una cosa llamada pomposamente “Ley antibloqueo”.
Este 6 de octubre, con 22 países votando a favor y apenas 3 en contra (Eritrea, Filipinas y la propia representación oficialista de Maduro), el Consejo de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas aprobó el proyecto de resolución para prorrogar por dos años más el mandato de la Misión Técnica Independiente de Determinación de Hechos. Esta Misión tiene como objetivo verificar de manera independiente que el Estado venezolano cumpla con su responsabilidad primordial de proteger, respetar y hacer efectivos los derechos humanos y las libertades fundamentales de sus ciudadanos y de cumplir las obligaciones que les imponen los tratados y acuerdos de derechos humanos en que son parte. Esta obligación es la responsabilidad principal y prioritaria de todos los Estados, de acuerdo con la Carta de las Naciones Unidas, la Declaración Universal de Derechos Humanos, los Pactos Internacionales de Derechos Humanos y otros instrumentos internacionales pertinentes en la materia de protección a las personas.
Pues bien, el régimen de Maduro –a través de un comunicado– rechaza esta sana resolución que no puede ser temida por ningún gobierno del planeta (salvo que tenga mucho que esconder) alegando que tal verificación sobre si en nuestro país se respetan los derechos humanos de la población es una “injerencia en sus asuntos internos”, como si la soberanía pudiera utilizarse a discreción y como fetiche argumental para ocultar, asesinatos, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias, torturas, y demás tratos crueles, inhumanos o degradantes como los que se cometen hoy a diario en Venezuela, y que han llevado a la propia ONU a reconocer que tales crímenes forman parte de un patrón coordinado con las altas autoridades del gobierno de Maduro y constituyen una política sistemática del Estado venezolano. Desde su convicción fascista, para la clase política madurista los derechos de las personas nunca puede ser prioridad. Lo prioritario es argüir una supuesta defensa de la soberanía del Estado (que, de nuevo, entiéndase como la defensa de sus privilegios económicos y de sus apetitos de poder), aunque ello se haga a costa de los derechos humanos más elementales. No hay nada más fascista que esto.
Y una segunda evidencia reciente de la naturaleza estructuralmente fascista del militarismo madurista del siglo XXI es la solicitud de Maduro para que esa cosa espuria y que nadie reconoce, ni dentro ni fuera del país, llamada “asamblea nacional constituyente” apruebe un nuevo instrumento legal de represión llamado pomposamente “ley antibloqueo”. Con la excusa de enfrentar sanciones internacionales, el proyecto en cuestión pretende por una parte otorgar poderes todavía más excepcionales a Nicolás Maduro de los que ya tiene, exacerbando así la tendencia a un cada vez mayor y pernicioso autoritarismo, sin ningún tipo de control de gestión, sino que además restringe aún más los ya muy limitados derechos humanos de los venezolanos, especialmente el derecho a la expresión y la libertad de información.
El peligro para los derechos humanos que representa este proyecto de ley ha sido advertido desde todos los sectores y organizaciones, incluyendo partidos políticos de la izquierda oficialista y que han sido duramente mucho tiempo aliados de Maduro, como el Partido comunista de Venezuela (PCV) y el Movimiento electoral del Pueblo (MEP). Sin embargo, y frente a estos señalamientos, la retórica gobernante desnuda una vez más su esencia fascistoide: el Estado es primero que las personas, y si hay que limitar y restringir aún más los derechos de estas últimas para defender al Estado, pues se hace. En la jerarquía de los principios y valores de la clase política gobernante, las personas deben siempre sacrificar sus derechos en el altar de los privilegios personales de quienes les dominan.
Las declaraciones de nuestros oficialistas criollos para justificar acciones como las señaladas arriba se basan en el mismo razonamiento, esencial en el pensamiento fascista: ningún derecho de las personas, sea el de la legítima protesta o el derecho a la vida y a la libertad, puede nunca estar por encima del derecho del Estado a protegerse y cuidarse a sí mismo (que es como decir, a proteger y cuidar tanto las cuentas bancarias de los burócratas como sus privilegios de poder). Como “atentar contra el Estado” (esto es, criticar o poner en riesgo los cargos y beneficios de quienes gobiernan) es la falta más grave que puede existir en un régimen fascista, esa sola acusación basta para pasar por encima y eliminar derechos que son incuestionables para cualquier gobierno democrático. Y si este último además llegase a estar inspirado en la mejor tradición del socialismo democrático y humanista, pues simplemente tales derechos se convierten en sagrados e insustituibles, sin importar las razones que puedan argüir los burócratas de turno.
Frankenstein, el famoso personaje de la novela de Mary Shelley en 1818, era un monstruo con cabeza pero sin cerebro, con pecho pero sin corazón, y que se movía pero no tenía alma. No era una persona, sino solo un engendro. Por tanto, actuaba como tal. El intento de su creador por juntar pedazos de otros cuerpos para formar uno resultó un fracaso.
Igual ocurre con nuestro monstruo particular, el modelo de dominación actual venezolano, que tiene lengua socialista, extremidades militaristas, agallas neoliberales salvajes, cerebro dicotómico alimentado sólo con clichés y un alma profundamente fascista, todo mezclado en una masa torpe y caótica, que sólo sabe sembrar miedo, destrucción y muerte a su paso. Diciéndose socialista, no es más que un adefesio fascistoide –y por tanto, actúa como tal- que a medida que se desenvuelve en el ejercicio del poder, va quedando progresivamente al desnudo, como en una decadente pero reveladora sesión de striptease político.
@angeloropeza182