La crudeza del diagnóstico de Roger Noriega, que expresa el sentimiento generalizado de la Casa Blanca, el Departamento de Estado y muy posiblemente del Pentágono, pone los puntos sobre las íes. La oposición oficial venezolana y sus líderes se encuentran perdidos y a la intemperie. Sin que se avizore un liderazgo de recambio.
Las sanciones dictadas por el gobierno de Donald Trump han provocado un giro copernicano en la situación política venezolana y desnudan el problema crucial que enfrentamos: poner al frente de la oposición a quienes sean capaces de comprender y aprovechar la circunstancia, enfrentarse virilmente a Nicolás Maduro, poner al pueblo en las calles y empujar a la caída de la dictadura con todas las armas y medios a nuestro alcance. Y el generoso auxilio que se nos promete desde la Casa Blanca, el Palacio Nariño, Planalto, La Moneda y la Casa Rosada.
Conscientes todos de que el interino no está a la altura de estas graves circunstancias históricas. Cuyas condiciones objetivas –profunda crisis económica y social, ya sin resolución posible en los marcos inmanentes al sistema dictatorial, y la crisis orgánica del enfrentamiento político, con dos gobiernos impotentes y partidos desprestigiados– son las clásicas condiciones objetivas de una situación prerrevolucionaria. Esas situaciones excepcionales que ponen a las sociedades a la deriva y que exigen la drástica resolución de quien sea capaz de resolverlas y establezca una nueva soberanía. Convirtiéndose en el soberano.
Quien aún dude de la decisión del gobierno de Trump de intervenir hasta donde sea preciso y necesario, derrocando a la dictadura venezolana y poniendo sobre el tablero la caída de la tiranía castrocomunista cubana, no ha evaluado correctamente la dimensión del embargo económico empeñado contra la dictadura castrocomunista venezolana, ni entiende la dimensión del conflicto que aqueja a nuestra región y la deriva apocalíptica que la crisis humanitaria venezolana comienza a asumir en nuestro vecindario. Salir de esta dictadura, desalojar a Nicolás Maduro y su régimen cuanto antes: esa, no otra, es nuestra tarea. Ponerle un fin drástico a esta dictadura. Es nuestra única respuesta posible a la crucial pregunta por el qué hacer.
Dicho en términos marxista leninistas, para que también se lo entienda desde Miraflores, si es que allí habita alguien que haya leído y comprendido a Marx y a Lenin: vivimos una situación objetivamente prerrevolucionaria. Las contradicciones objetivas son insostenibles. La caldera del poder está a punto de estallar. Y las medidas tomadas por Donald Trump demuestran que no dudará al momento de tener que agregarle leña al fuego. Una situación que, considerada geoestratégicamente, deja fuera del juego a los aliados de la dictadura: Rusia, China e Irán, que están del otro lado del mundo. Y Cuba está muchísimo más resquebrajada de lo que imaginan sus aliados. Ni ella ni sus aliados pondrán en riesgo su estabilidad y su existencia por socorrer a una pandilla de facinerosos, hampones y delincuentes.
Sin petróleo ni dólares venezolanos, Cuba está a un paso de volver a vivir otro período de excepción. Y cuando se abran las compuertas de las pasiones venezolanas, quienes primero pagarán las consecuencias serán los invasores cubanos. La chispa también podría saltar el Caribe y encender la mecha de la rebelión en Cuba. Sin querer queriendo, el conflicto venezolano prepara las precondiciones para un grave conflicto internacional. El más grave que haya vivido nuestro continente. Que podría incidir de manera crucial sobre las elecciones presidenciales norteamericanas y el empeño de Donald Trump por reelegirse.
Visto el contexto de esta grave circunstancia y los errores cometidos en estos sus primeros seis meses de gobierno, resulta obvio que el diputado Guaidó, rodeado por quienes le acompañan, no es el hombre ni el suyo un equipo capaz de enfrentarla satisfactoriamente. Ni la Asamblea Nacional la instancia capaz de comprender la dimensión del envite y proponer las respuestas satisfactorias. Todos ellos arrastran la carcoma de nuestros viejos y ya periclitados usos y hábitos políticos y son objetivamente incapaces de comprender la profundidad y radicalidad de nuestra crisis. A lo que se suma la impotencia en que se encuentran las fuerzas armadas. Vivimos, pues, la clásica coyuntura definida por Gramsci como una crisis orgánica: lo muerto no acaba de desaparecer y lo nuevo aún no es capaz de imponerse. Las condiciones objetivas están dadas. Las subjetivas están muy lejos de estarlo.
Que para dar ese paso trascendental y pasar del arma de la crítica a la crítica de las armas, nadie espere otras certezas que las propias y otras certidumbres que las que alimenta un pecho de un venezolano honorable. Guardando las debidas distancias, estamos en el albor de una revolución democrática de mayor estatura y significación que la del 23 de enero de 1958. Que el intento de Guaidó por recrearlo ha terminado en un bluf, una estafa, un juego de tronos. El régimen ha llegado al punto más hondo y oscuro de su bancarrota. El embargo le cierra la cuerda en torno al cuello, y ni Cuba, ni Rusia, ni China, ni muchísimo menos Irán o Corea del Norte, se jugarán sus vidas por salvar a la pandilla de narcotraficantes y ladrones –civiles y uniformados– que medran de esta tragedia. Y el interinato ha sido incapaz de responder a la crisis con otras fórmulas que las recetas de la Asamblea Nacional, un órgano existencialmente periclitado, parapléjico, ya sin vida propia.
Por fin, y después de 27 años desde el nefando golpe de Estado del 4 de febrero de 1992 y después de 20 años del asalto al poder con el respaldo de jesuitas, filósofos, fiscales, intelectuales, académicos, financistas, dueños de medios y artistas, a la cabeza de un pueblo desquiciado, el castrocomunismo militarista y caudillesco venezolano cayó a los infiernos y patalea en su pantano sin nadie que le lance el salvavidas. Llegó al final. Agoniza. Está al borde del abismo. Solo falta, como le decía Rómulo Betancourt en carta a Carlos Andrés Pérez, ante una situación semejante en mayo de 1957, que al dictador se le dé el empujoncito. Es el conjunto de condiciones que Trotski definía en 1931 como propias de una situación prerrevolucionaria.
La caída de la dictadura no la provocarán quienes la sostienen ante el abismo con diálogos y promesas electorales. No se lo darán tampoco quienes negocian el pago de bonos de deudas írritas. No se lo darán quienes privilegian el entendimiento, el acuerdo, la cohabitación y el contubernio. Solo se lo podrá dar una oposición dispuesta a dar el paso al frente. Sin arredrarse ante chantajes unitarios y miedos compartidos. Es lo que el país está esperando. No lo defraudemos. Llegó la hora de la verdad. Era tiempo.
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