OPINIÓN

¿Qué es un vaquero sin su sombrero?

por Julio Moreno López Julio Moreno López

Bueno, pues una vez más ante el teclado y una vez más sin tener ni la más remota idea de sobre qué escribir.

Entiéndanme. Estoy de vacaciones. Desde mi terraza, veo el mar, los veleros blancos surcando el plácido mediterráneo. Escucho las chicharras, disfruto de la brisa, en bañador o, mejor aún, en calzoncillos. Ante este panorama, no me apetece poner el telediario. Total, ¿para qué? En agosto nunca pasa nada. Los políticos están de vacaciones, no hay liga de fútbol ni competiciones varias, el Papa está en Castelgandolfo, Sánchez en las Marismillas, con 45 amigos. ¿Que puede pasar que sea reseñable?

Así que aquí estoy, asomado a la terraza con mi caja de bombetas, esperando que pase algún despistado de vuelta de la playa. Por si alguien no lo sabe, las bombetas son unos petardos redondos, que explotan cuando impactan contra el suelo o cualquier superficie dura.  Con esta impedimenta, yo me aposto en el balcón y, cuando veo a alguno que viene sudando la gota gorda, con la sombrilla, las sillas y el colchón inflable, le tiro una bombeta, o una ráfaga.

Imagínense.  Nada más desconcertante que ir solo por la calle, sumido en tus pensamientos, bajo los plomizos cuarenta grados del agosto levantino y que de repente te explote un petardo prácticamente en los pies. De entrada, pegan un bote importante, que a alguno se le caen hasta las toallas y luego, por lo general, se cagan en la madre que me parió, que por cierto es una santa.

Pues sí. Afortunadamente, yo sigo guardando un niño en mi interior. Un niño bastante cabrón, todo hay que decirlo, pero niño a fin de cuentas. Que quieren que les diga. Yo con los sustos me descojono. Casi tanto como con las caídas, que ya me parecen el sumun del humor espontaneo. Los domingos por la mañana, particularmente, suelo desayunar en la cocina viendo un programa de estos en los que la gente se pega unos piñazos tremendos y he de confesar que lloro de la risa. No tanto por el golpe en sí, sino por la estupefacción de la gente a la que, por ejemplo, se le rompe el trampolín. Que sensación. A veces siento envidia y llego a pensar que me gustaría que un día desapareciese el suelo bajo mis pies. Aunque, a lo mejor si la víctima soy yo, ya no me hace tanta gracia.

Recuerdo, así a bote pronto, algo que pasó cuando tenía unos dieciséis  años, allá por la edad  del bronce. Resulta que estábamos tres amigos en el Corte Inglés, concretamente en el de Princesa, en Madrid. La verdad es que no sé qué hacíamos allí, porque no teníamos un chavo y  no éramos aficionados a robar en los grandes almacenes, deporte mayoritario en aquella época histórica y en cualquier otra, diría yo.

El caso es que allí estábamos, Ángel, Quini y yo, subiendo por las escaleras mecánicas. Para situar la acción, diré que Quini iba el primero, seguido por mí y cerrando la expedición iba Ángel. Delante de Quini, sin embargo, iba una chica, bastante mayor que nosotros, o sea, de unos veinte años, con un culo de esos detrás del cual podrías hacer el Camino de Santiago sin desfallecer, para ser claros.

La memoria no es una de mis virtudes, pero sin embargo recuerdo nítidamente que llevaba un vaquero blanco, ajustado, lo cual realzaba aún más su ya llamativo físico.

En un momento dado, movido por algún instinto primario de esos que están grabados en mis genes pero que desconocía, no pude evitar, o quizá sí pude, pero no lo hice, meter la mano por el lateral de Quini, sin que este lo percibiera y tocar aquella maravilla de la naturaleza. Era una ocasión única, desde la perspectiva de mis dieciséis años, que si no aprovechaba me marcaría para siempre, así que no lo pensé.

Por supuesto, nada más percibir una mano ajena en tan sagrada zona, la chica se volvió y, sin mediar palabra, le cruzó la cara a Quini, que se quedó tan perplejo como si de repente se le hubiese aparecido Diego Armando Maradona. Tan perplejo se quedó que ni siquiera protestó, supongo que asimilando que a los dieciséis, que una mujer como aquella te cruzase la cara era, sin duda, un privilegio.

Llegado este punto tengo que aclarar dos cosas : La primera, que probablemente Quini, con quien conservo una gran amistad y que me lee habitualmente, se esté enterando ahora, treinta y siete años después, de porqué aquella chica le cruzó la cara en el Corte Inglés. Lo siento tío, no sabía cómo decírtelo.

La segunda es que, si me he atrevido a contar hoy este hecho es porque el delito de lo que sea que se me puede atribuir por la ley de género, odio o lujuria ya ha prescrito. Líbreme el señor de parecer un retrógrado pero, en mi época, de vez en cuando a una señora se le tocaba el culo y, salvo la ostia correspondiente en la mayoría de los casos, que no en todos, no acababas en el juzgado. Qué cosas, oye.

En fin. Al margen de la corrección política, opino que el que pierde la capacidad de perpetrar una broma, o simplemente de reírse de ella, está, en la práctica, muerto y enterrado. Dios me libre de la corrección política como máxima de vida. Las normas están muy bien, porque si no, no habría nada que transgredir y, sin rebeldía, la vida se vuelve un coñazo.

Por tanto, guardo mi parte infantil bien oculta, en lugar seguro, para sacarla a la luz cuando a mi me da la gana y las circunstancias lo permiten.

Porque, ¿qué es un vaquero sin su sombrero?

Sean felices.