“Dime con quién andas, y te diré quién eres”
Del refranero hispano
El logos, la palabra, es el principio de identidad del ser, pensar, hacer y decir. Según Heráclito, filósofo del movimiento incesante, no es en el mundo de la inmediatez, de lo aparente -o de lo que aparece-, sino en la comprensión del correcto significado de la palabra, donde reside la verdad: “No escuchándome a mí, sino a la palabra, será sabio confesar que todas las cosas son una”. No se puede separar el ser del pensar porque, como dice Parménides, “son una misma cosa”. Y sin esta identidad las palabras devienen flatus vocis, dejan de significar lo que las cosas son. Baste con figurarse la piel que recubre al cuerpo humano sin el sostén de sus osamentas. Sería la flacidez, la inconsistencia misma. Las palabras tienen, pues, significado. Si no significan nada no son nada. En suma, si una palabra no significa nada deja de cumplir con su objetivo esencial. La identidad del símbolo con el objeto que nombra es, en consecuencia, lo que necesariamente lo sustenta. De lo contrario, sería ininteligible. Y sin embargo, se sabe que de la utilización -y manipulación- de las palabras abstraídas de su significante, desde la sofística hasta la era de la hegemonía de la racionalidad instrumental, se ha hecho un hábito, un modo de vida. De hecho, en los tiempos que corren, ellas se usan -y abusan- sin que necesariamente se correspondan con su objeto preciso, específico. Es el imperio de la palabra envilecida, banalizada.
Lo que sirve para todo no sirve para nada. Lo que mucho significa nada significa. Este es, por cierto, el caso de la palabra oposición, en estos tiempos de pensamiento débil, de culto a la levedad, una vez que ha sido despojada de su ser, para ser utilizada como una chapa de refresco pegada con un alfiler y exhibida en la solapa, más por ser lo que no es que por lo que es. Confiscada y descontextualizada, enajenada en sí misma, la palabra ha perdido sus determinaciones, es decir, se ha vuelto indeterminada, imprecisa, al punto de que puede llegar a significar cualquier otra cosa que lo que su logos indica y formar parte de la larga lista de los productos “tapa amarilla”, hasta alcanzar el cénit de su propia prostitución. En una sociedad en la que el reconocimiento termina en las confusiones, lo invertido y lo grotesco, el extrañamiento propiamente dicho tiene que ser representado como la mayor identidad, como lo que le resulta extraño al sí mismo. Este es el escenario perfecto -grotesco- para que el ignorante se disfrace de sabio y el mediocre se haga pasar, a punta de poses y gritos, por aquello que en sustancia no puede llegar a ser. La hiena puede reírse y el chimpancé trajearse de lino o seda sin saber de humor o tener distinción. “Lo que natura non da”, ¡ni la UCV!
¿Qué es ser de oposición? Es el establecimiento –precisamente la o-posición– de una relación de dos términos recíprocamente contradictorios, de carácter polar, en la que cada uno es en cuanto que el otro es. Cabe decir, si uno de los términos desaparece, con ello irremediablemente desaparece el otro. En este sentido, la oposición es correlatividad, porque cada término –o posición– es necesariamente relativo al otro. No puede existir una derecha sin una izquierda, ni a la inversa. Elimínese la derecha e ipso facto desaparecerá la izquierda, o al revés. ¿Puede existir un padre sin un hijo o un hijo sin un padre? ¿Puede haber un arriba sin un abajo o un abajo sin un arriba? ¿Qué es lo que hace que la izquierda sea izquierda? ¿Qué es lo que hace que la derecha sea derecha? No hay “mediadores” en estos dos términos. No caben. O ¿acaso se podría imaginar un tertium datur entre los términos de padre e hijo?
El logos es, como podrá apreciarse, más que una frase hueca, apta para los caletres. El lenguaje no es una nube de entidades vacías. Y es por eso que las repúblicas avanzadas lo son, porque más allá de las circunstancias y de los conflictos propios del día a día, han llegado a comprender que sin oposición no hay república. Será otra cosa, pero no una república en el estricto sentido del término. Fue Aristóteles quien, en dos de sus grandes obras, Categorías y Metafísica, puso los puntos sobre las íes en lo que respecta a los diversos tipos o grados existentes de contradicción. Además de la oposición, el gran pensador distingue entre la contradicción formal y la contrariedad. La primera, es el fundamento de todas las operaciones posibles del entendimiento abstracto, su matrix, dado su grado de indeterminidad. Parte de la absoluta disyunción e incompatibilidad presente entre los términos: o ‘llueve’ o ‘no llueve’. La segunda, en cambio, establece la posibilidad de las intermediaciones entre géneros como, por ejemplo, “blanco” y “negro”, donde caben las tonalidades de los grises. Pero este tipo de contradicciones son, como ya se ha dicho, las menos determinadas y, por eso mismo, las menos relacionadas con el devenir histórico, político y social. Y no por caso, fue la lógica de la oposición la que dio fundamento al historicismo filosófico de Hegel.
No obstante, fue durante los primeros años del siglo XX que Benedetto Croce –hegeliano de formación– expuso una importante contribución para el estudio de la lógica de la contradicción. Y es que si bien oposición solo puede haber entre términos correlativos (“izquierda” y “derecha”), conviene distinguir entre términos que no lo son, como política y crimen. En este caso, la política no puede tener como término de interacción al crimen, porque no se trata de términos opuestos, correlativos, sino de términos distintos. Un político de derecha se confronta con uno de izquierda, se contradicen, luchan, se repelen. Pero saben que cada uno depende del otro, lo cual garantiza el equilibrio de la sociedad. Un político de derecha o de izquierda no se opone a un delincuente, él no es su opositor, porque son términos distintos. El criminal se opondrá al policía y ambos establecerán las oposiciones de rigor. Pero que un sector incompatible, distinto –diría Croce– respecto de un puñado de criminales se deje calificar o –peor aún– se autocalifique de “oposición” no solo es un absurdo, sino una aberración, que pone en evidencia las distancias entre lenguaje y realidad. ¿Será que es tan difícil comprender que la política solo se puede hacer entre políticos y no entre políticos y gansters? ¿O será que los políticos han decidido renunciar e la política, rendirse y hacerse socios de la gansterilidad? Más de una revisión del logos parecieran exigir las aguas del río de los tiempos, el devenir de la crisis orgánica del presente.
@jrherreraucv