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¿Qué es la areté?

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“Verum et factum convertuntur reciprocatur”

                                          Giambattista Vico

¿Será posible considerar a un gánster, a quien, deslizándose desde los límites extremos de la praxis política, termina transmutando la Res-publica -la cosa pública- en el lucrativo negocio de una organización criminal, como un eventual candidato para ser instruido en la areté? Si los sofistas aseguraban que solo bastaba con ser adiestrado en el cultivo de la elocuencia y la negociación para alcanzar la excelencia, ¿bastará con que la plana mayor de la Camorra que se apoderó de Venezuela, para convertirla en su monopolio, reciba lecciones de los sofistas para redimirse de la barbarie tiránica y metamorfosear como ejemplos vivientes de ciudadanía? Es verdad que Platón, en sus diálogos, denuncia como auténticos farsantes a los sofistas, porque, en su opinión, no basta con ser un “facilitador” ni un “influencer” para educar y, mucho menos, en la areté. Pero, ¿qué es la areté? O, como diría aquella reminiscencia retorcida de Gorgias llamado Luis Miquilena: “¿Con qué se come eso?

El término griego areté (ἁρητή) designa “lo excelente” o “lo mejor”. Se trata, como podrá observarse, de un término que bien pudiese abarcar un amplio espectro de posibilidades, dada su originaria condición genérica e indeterminada. Tal vez sea por esa razón que no siempre tuvo el mismo significado. Pero, por eso mismo, dicho concepto se fue haciendo cada vez más rico y concreto, en el sentido universal del término, es decir, en una auténtica síntesis de múltiples determinaciones que llega al pensamiento de Aristóteles para devenir virtud, nombre con el cual, a su vez, penetra -de un modo igualmente diverso e incluso no pocas veces disímil- en la historia de la cultura occidental, hasta arribar al tiempo presente. Por ejemplo, durante la época homérica, y hasta el siglo IV a.C., se comprende por areté o la fuerza y el vigor del cuerpo o la astucia y la inteligencia del espíritu, siempre vinculadas al combate. Y fue, por esa razón, el eje de la Paideia griega. En efecto, un ciudadano digno de areté era aquel que mostraba valor y honor. Era un republicano libre, que empleaba sus fuerzas en virtud -precisamente- de la defensa de su patria. Poseer areté significaba dedicar al cultivo del espíritu de su pueblo la vida entera, sin pedir a cambio indemnización, beneficio personal o desquite alguno.

Más tarde, en tiempos de Solón, la areté se fue transformando en sinónimo de apego a las leyes y a su consecuente cumplimiento. Y con los sofistas Protágoras y Gorgias, quienes se autodefinían como “maestros de la virtud”, la areté fue progresivamente abandonando los escenarios propios del honor en el combate por el Ethos para aproximarse al ideal de la “buena ciudadanía”, como expresión de convivencia y negociación en una Polis que ya había comenzado por presentar los signos de una inminente crisis orgánica. Con Aristóteles, en cambio, consiste la areté en un estado del alma distinto a las pasiones y las facultades, que sólo se puede alcanzar por medio del Ethos, dado que se trata de una actividad práctica, es decir, propia de las costumbres. A partir de entonces, y sin hacer mayor mención de las llamadas “virtudes cristianas” -como lo son la humildad, la caridad, la castidad, la gratitud, la paciencia, la diligencia, entre otras-, derivadas de la creciente hegemonía de la teología filosofante, la areté se fue progresivamente perfilando hacia un significado más técnico-individual y menos ético-político, cabe decir, se fue transformando en sinónimo del emprendimiento excelente, del dominio “virtuoso” de un individuo sobre un determinado instrumento o en la pericia y maestría del buen artista o del buen artesano. Hasta Maquiavelo, quien vuelve a recuperar el espesor ontológico originario del término clásico y su necesaria confrontación con la fortuna, comprendida como el ciego e inevitable destino (Schiksal). La virtù en Maquiavelo es, de hecho, la libre voluntad como expresión del Ethos republicano.

En todo caso, y más allá de la serie de las figuras que van formando el recorrido crítico e histórico de la areté, quizá lo más importante sea el hecho de que ya en Platón, y específicamente en el dialogo Menón, ante la pregunta de si será posible enseñar la areté, su Maestro, Sócrates, exhorta a su interlocutor de turno a definir lo que ésta sea. El enredo de Menón es inmenso. Sus argumentaciones acerca de lo que -en su opinión- es la areté van cayendo uno tras otro, como un castillo de naipes. Con su habitual inteligencia dialéctica, Sócrates conduce la discusión acerca de un valor que se da por supuesto, por sentado, hasta su revisión pormenorizada. Si se conoce algo -en este caso, la areté-, no parece necesario insistir en su búsqueda. Pero si se trata de algo que no se sabe, no se puede preguntar, porque se desconoce lo que se investiga y no se le puede reconocer. En realidad, Platón está poniendo en entredicho el modelo instrumentalista del conocimiento. Por eso mismo, los “maestros de virtud” le resultan lo más parecido a una estafa. No es posible saber lo que no se reconstruye. Y toda reconstrucción implica una reelaboración, un re-conocimiento del proceso mediante el cual se ha producido. Es, si se quiere, Teseo re-hilando el carrete de Ariadne para salir victorioso del laberinto. Como afirma Platón, para conocer sólo es necesario re-cordar. Por eso mismo, solo se puede saber qué es la areté cuando se confirma que ella es -ni más ni menos- que el saber mismo. No se trata del conocimiento, como se ha afirmado repetidas veces, sino del saber. De la areté, pues, solo se puede hablar -y se puede saber lo que ella es- cuando el espíritu de un pueblo la ha hecho, porque él es su demiurgo, aquel que hace posible que sus diversas figuras, por más antiguas que puedan ser, re-vivan su historia en el aquí y ahora. Tomar conciencia de lo que ella sea implica re-hacerla, re-construirla, re-cordar-la. No basta la instrumentalización para poder saber. Las formas vaciadas de todo contenido son la mejor caracterización de la sociedad del fracaso, de la ruina del Ethos, del camino a la barbarie. Ni basta con predicar acerca de las virtudes ciudadanas para ser un ciudadano virtuoso. El saber implica virtud y la virtud implica saber. Los sofistas del presente son esos “maestros” de “virtud” que fomentan el aterrador culto por lo privado, la debilidad del pensamiento y la cada vez mayor pobreza del espíritu, tan grata y beneficiosa para los tiranos.

@jrherreraucv

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