OPINIÓN

“¡Qué Dios salve a las democracias!”

por Carlos Balladares Castillo Carlos Balladares Castillo

Un día como el martes (10 de agosto) pero de 1941 se celebró un oficio religioso en la cubierta del acorazado HMS Prince of Wales (el mismo que se había enfrentado al Bismarck hace tan solo dos meses). Era domingo; el primer ministro del Reino Unido, sir Winston Churchill, y el presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, junto a sus respectivas comitivas y con buena parte de la tripulación, cantaban el “Oh God Our Help in Ages Past Onward” (Oh Dios nuestra ayuda de antaño); todos juntos rogaban a Dios para vencer la amenaza totalitaria del nazismo. Amenaza que según el diagnóstico de los organismos de inteligencia de ambas naciones tenía en ese momento la posibilidad de vencer a la Unión Soviética y dominar Europa. Era la primera vez en medio de la Segunda Guerra Mundial que dichos jefes de gobierno se reunían. Ambos estaban convencidos de que no bastaba con el esfuerzo económico y militar para obtener la victoria. Se debía presentar una alternativa superior en lo moral. Una esperanza de un mundo distinto a aquel que produjo lo que ahora padecían. El 12 de agosto, después de tres días de deliberaciones, se firmaba la Carta del Atlántico, la cual contiene ocho principios entre los que destacamos el sexto: “Una vez abolida la tiranía de la Alemania hitleriana, esperaban ver instaurada una paz que permitiese gozar a todos los pueblos de la seguridad (…) y que diese a los hombres la garantía de una vida liberada del temor y la necesidad”.

La influencia de los discursos de Roosevelt en su relación con la democracia y la guerra en Europa eran evidentes (a ellos le dedicamos los dos primeros artículos de este año 2021), pero la referencia a la necesaria destrucción del nazismo debió ser una exigencia del líder británico (incluso él mismo lo afirmó). Poco a poco se iba estructurando una alternativa con la Alianza angloamericana, que pasó por su sostén económico con la Ley de Préstamo y Arriendo desde marzo y acuerdos militares de protección ante los submarinos alemanes. Ahora se establecían ocho principios que para el primero de enero de 1942 apoyaron otros países, incluyendo la Unión Soviética; en la llamada “Declaración de las Naciones Unidas”. Es probable que algunos puedan pensar que es solo “un saludo a la bandera” para ganar nuevos aliados, para inspirar el sacrificio de las masas, para engañar con los ideales de la democracia y de esa forma vencer finalmente. Pero la verdad es que con esta declaración el Imperio Británico “apoyaba” su fin y se animaba a muchas organizaciones a luchar por una mayor igualdad. Sin duda era el nacimiento de un nuevo orden, muy distinto al imperialista de la Conferencia de Berlín (1884-85) y el Tratado de Versalles (1919), y opuesto al que intentaba construir el Eje. Los valores estadounidenses centrados en la democracia-liberal de contenido social desarrollada por Roosevelt para superar la crisis producida por el Crack del 29, comenzaban a prevalecer.

Un protagonista y un testigo de estos días nos relatan este encuentro: Churchill (Capítulo II. “Mi encuentro con Roosevelt” del Libro III. “La Gran Alianza” de La Segunda Guerra Mundial; 1948-56) y el otro es uno de los hijos de Roosevelt, el capitán Elliott, en su obra As he saw it (1946) del cual leí el extracto “La carta del Atlántico”, que está en la primera gran obra enciclopédica sobre la Segunda Guerra Mundial que “devoré” en mi adolescencia y que editó Selecciones del Reader’s Digest con el título: Gran Crónica de la Segunda Guerra Mundial (1965). Ambos textos son una verdadera delicia y con respecto a sir Winston logramos entender por qué se ganó el Premio Nobel de Literatura. Primero nos explica que la conferencia nació con el fin de aclarar en personal varios malentendidos y diferencias en la estrategia de la guerra, lo que demuestra que Estados Unidos ya estaba en el conflicto sin haberlo declarado en lo formal. Estos nacen en la desconfianza que tenía Roosevelt sobre la capacidad de resistencia de Gran Bretaña y al mismo tiempo querer defender Egipto y el Oriente Próximo. Lo segundo es que fue una iniciativa estadounidense propuesta a Churchill por el consejero presidencial: Harry Hopkins, que en palabras del primero “proclamaría la asociación cada vez más estrecha entre Gran Bretaña y Estados Unidos, preocuparía a nuestros enemigos, haría reflexionar a Japón y alegraría a nuestros amigos”.

El momento del culto religioso es descrito con gran emotividad:

Todos sentimos que este acto fue una expresión profundamente conmovedora de la fe que compartíamos los dos pueblos (…), los máximos oficiales de todas las fuerzas simultáneas reunidos como un solo cuerpo detrás del presidente y de mí (…). Fue un momento espléndido. Casi la mitad de los que estaban allí morirían muy pronto.

Lo que no relata sir Winston es lo que nos cuenta Elliott Roosevelt, sobre la insistencia del primer ministro en que Estados Unidos declarase la guerra a Alemania, y su rechazo inicial a todos los principios que permitieran a las colonias el ejercicio de la autodeterminación y las libertades comerciales. Pero en ellos el presidente Roosevelt no estaba dispuesto a ceder, y en medio del debate entre ambos líderes este le respondió: “La paz es incompatible con el mantenimiento del despotismo, sea el que sea” (Roosevelt se refería al Imperio Británico y su idea de que era un dominio civilizatorio). Al final Churchill, según la crónica del capitán Elliott, los terminó aceptando con estas palabras:

–Señor Presidente, creo que usted pretende suprimir el Imperio Británico. Todas sus ideas sobre la organización de la paz en la posguerra lo demuestran. Pero a pesar de ello –y su dedo se agitó aún más violentamente–, a pesar de ello, sabemos que usted es nuestra única esperanza.

(…) Bajó la voz y continuó en tono dramáticoSin Norteamérica, el Imperio no podrá resistir.

Algunos, en la academia por lo general, piensan que estudiar estos temas desde Venezuela no tiene sentido. Incluso lo ven como una especie de “enfermedad infantil del historiador” (adaptando el famoso título del escrito de Lenin), porque son las lecturas con las que se inicia la pasión por el estudio del pasado pero que deben ser superadas una vez que se logra la profesionalización. Los hechos actuales tanto políticos como historiográficos nos demuestran lo contrario. En el primer aspecto hay que resaltar la reunión el 10 de junio pasado entre el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, y el primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, en Cornwall (Inglaterra), en la cual se refirieron a la necesidad de “revitalizar” la Carta del Atlántico con los “nuevos retos del siglo XXI”. Y en lo segundo; es decir, el estudio de la historia; hace 9 meses se publicó un nuevo análisis sobre esta conferencia cuyo título reafirma lo que hemos señalado: Roosevelt & Churchill. The Atlantic Charter. A Risky Meeting at Sea that Saved Democracy, escrito por: Michael Klueger & Richard Evans (2020). La semana que viene iniciaremos una serie sobre la economía (que es uno de los temas permanentes del conflicto y de los cuales hacemos una revisión anual, tales como la Batalla del Atlántico, el Nuevo Orden Nazi, la campaña de bombardeo, la resistencia, etc.) y su relación con la Segunda Guerra Mundial desde 1939 hasta 1941 (esta vez son tres años porque no lo habíamos hecho hasta ahora).