La nueva normalidad es el clima extremo, lo dice la Organización Meteorológica Mundial. La gente lo siente en la piel, en la necesidad de hidratarse con urgencia y en un cierto aturdimiento que obliga a buscar las sombras y la placidez de los ambientes bajo techo. Felicity Hinton, una guía turística en Roma, consultada por la BBC, confiesa que la mezcla de altas temperaturas y hacinamiento ―nada detiene a los turistas, más voraces tras la pandemia― hace de su trabajo una verdadera «pesadilla». En Italia 16 ciudades están en alerta roja.
Un tercio de los estadounidenses ―cerca de 113 millones de personas― también están bajo aviso, desde Florida hasta California. En el Valle de la Muerte californiano, un infierno en la Tierra, se espera que la temperatura suba a 53 grados, y Phoenix enlazaba una veintena de días con más de 43,3 grados, un récord en medio siglo.
Las olas de calor, que se mueven libres de ideología, se sienten también en China, en el norte de África y en Japón. Atacan las partes centrales de Europa, en Alemania y Polonia, y, un poco más abajo, en la República Checa se advierte que este fin de semana los termómetros puedan llegar a los 38 grados, un alivio si se compara con el sur de España, donde la máxima prevista es de 47 grados.
En el Reino Unido, en cambio, se esperan fuertes aguaceros y ráfagas de viento, ¿será cosa del Brexit o un efecto de ese chorro de calor que se desplaza hacia el sur y genera, como contrapartida, un clima inestable y frío en las islas como advierten los señores meteorólogos, que le llevan el pulso a un mundo que quema y espanta.
Lo que parece evidente es que el planeta está perdiendo la batalla contra el cambio climático. Parecía un asunto lejano, pero ya es la nueva normalidad. Y aún puede ponerse peor. António Guterres, secretario general de las Naciones Unidas, habla de una «bomba de relojería climática». Guterres, ingeniero físico y profesor, ex primer ministro de su país y expresidente de la Internacional Socialista, recibió en marzo de este año el informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático que puso sobre papel las pérdidas y daños que se están produciendo ―y se seguirán produciendo en ese futuro muy próximo― y afectan con especial dureza a las personas y ecosistemas más vulnerables.
Un siglo de quema de combustibles fósiles y de uso desigual e insostenible de la energía y el suelo han dado lugar a esos fenómenos meteorológicos extremos cada vez más frecuentes e intensos, que solo se pueden atenuar con la cooperación de todas las naciones del mundo ―ciertamente unas más que otras―. A casi 8 años de la firma del Acuerdo de París, que declaró la emergencia climática mundial, la meta de contener el aumento de la temperatura global este siglo se ve lejana y sombría.
En nuestra parte del mundo, las noticias tampoco son alentadoras. En Suramérica el aumento de muertes relacionadas con el calor es de 160% entre los períodos de 2000-2004 al de 2017-2021, de acuerdo con el informe Lancet Countdown referido a salud y cambio climático que recopiló información de 12 países, entre ellos el nuestro. Desde el año 2000 las muertes asociadas al calor han mostrado una tendencia al alza en Brasil, Argentina, Colombia y Venezuela.
Aunque el liderazgo político habla cada vez más de energías limpias y protección de suelos y selvas, lo paradójico, dice el informe de Lancet, es que los gobiernos siguen subsidiando los combustibles fósiles. Venezuela encabeza ―una más― esa “tóxica lista” al sumar esos subsidios el equivalente a 85% de su presupuesto de salud. De lejos, le siguen Ecuador, Bolivia y Argentina. Más que calor, es un bochorno.
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