La escena de un asaltante de banco, encerrado con rehenes, que amaga con estallar una bomba, ilustra el verdadero poder de Vladimir Putin y varios de sus aliados en las apuestas estratégicas contra Estados Unidos y Occidente. Su amenaza de recurrir a bombas nucleares causa un terror paralizante. Sería la destrucción casi asegurada de la humanidad. Pero despojado de la misma, sus opciones son exiguas, a veces ingenuas, sobre todo a la luz de sus ambiciones.
A ese poder se refirió Obama en marzo de 2014, cuando dijo que Putin lidera una “potencia regional”, cuya amenaza real se extiende a las naciones vecinas, “no por su fortaleza, sino por debilidad”.
Las analogías son evidentes cuando se trata de la ambición de Putin, Xi Jinping y hasta Lula da Silva de destronar al dólar como moneda de reserva dominante, o cuando, como cuota inicial, se proponen implantar un sistema de pagos internacional, el BRICS Bridge, basado en blockchain, que competiría con la red de mensajería financiera controlada por Occidente, conocida como SWIFT.
Una pretensión, o ilusión, ya tan añeja que Putin, en octubre de 2008, entonces primer ministro de Rusia, aconsejó a Wen Jiabao, primer ministro de China, abandonar el dólar estadounidense y crear una nueva moneda global. Más remoto aún si se tienen en cuenta los intentos de la Unión Soviética en los años sesenta y setenta de fortalecer el “rublo transferible”, el que naufragó por su falta de convertibilidad y desconexión con los mercados internacionales.
No se trata de que el dólar tenga una cualidad de primacía congénita, que los países hartos con su supremacía no puedan buscar alternativas o que el poder de Estados Unidos no deba desafiarse. El punto es que no todos los intentos de socavar al dólar lucen legítimos; algunos representan riesgos para la estabilidad financiera internacional o buscan apuntalar esferas de influencia para eludir sanciones o minar las bases del sistema internacional. El riesgo no lo desestima el presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, que hace poco amenazó a las naciones BRICS con imponerles aranceles de 100% si continúan en el propósito, ni tampoco el Pentágono, que desde 2009 ha recreado escenarios de guerra de divisas, como lo muestra James Rickards en su libro Currency Wars: The Making of the Next Global Crisis (2011).
En cualquier caso, la imposibilidad de Rusia, China o la India de reemplazar al dólar radica en factores simples, aunque muy difíciles de generar, como la confianza. La presunción de que en Estados Unidos la Reserva Federal y sus agentes económicos tendrán plena libertad de actuar para corregir un desborde inflacionario, como en los años 1970 y 1980, o de depresión, como en el 2008 y 2009. Detrás de ello está el otro factor clave: la alta productividad de su economía. La capacidad de hacer más con menos y derramar los beneficios a la población. Una cualidad, esta última, a la que se resiste la cúpula del Partido Comunista Chino, que prefiere mantener una estructura económica orientada a la exportación antes que promover el consumo interno, aunque ello signifique competencia desleal con un yuan devaluado.
La predominancia del dólar no ha sido entonces un resultado caprichoso, sino una evolución lógica. Arrastra una historia de, mínimo, 150 años, si incluye la consolidación del patrón oro y las limitaciones de este para facilitar ajustes de la oferta monetaria a fin de gestionar eventos inflacionarios o de recesión, o producir devaluaciones que revirtieran desbalances comerciales, como ocurriera en la primera guerra de divisas en los años 1920 y 1930.
Aunque el oro seguirá siendo un valor refugio primordial, el patrón oro no volverá, no importa lo que hagan Rusia, China o todos los BRICS para promover las compras de oro y constituir un placebo de confianza con el objetivo de crear una moneda o poner en jaque al dólar.
Claro, siempre se argumentará que el dólar como moneda de reserva dominante le otorga a Estados Unidos ventajas, y sí que las tiene, aunque también asume costos, y no son menores.
La discusión tiene tal carga de profundidad que el hundimiento del dólar, sin una alternativa de relevo a la vista, significaría un escenario distópico de retroceso sustancial del comercio internacional o de triunfo de las autocracias sobre las democracias occidentales. En otros términos, si Rusia y China aspiran a tener una moneda predominante tendrían que deshacer sus sistemas políticos, instituir democracias y convencer al mundo, en 40 o 50 años, de que son confiables: antes no.
Por lo pronto, el mundo seguirá asistiendo a nuevas guerras de divisas, con mayor capacidad de destrucción del sistema monetario, y una mayor recurrencia y efectividad de las sanciones financieras, al tiempo que todo hace presumir que el dólar se mantendrá como rey, como mínimo, durante varias décadas más.
John Mario González es analista político e internacional
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