La periodista Ana Alonso cita a Carmen Claudín en El independiente: “La guerra en Ucrania será el Vietnam de Putin”. Carmen, hija de Fernando Claudín, exiliado en México y en Moscú, y dirigente del Partido Comunista español. Fue expulsado del PCE junto a Jorge Semprún y en los últimos años se afilió al PSOE. Era, cuando murió, presidente de la Fundación Pablo Iglesias. Carmen se crió en la URSS y luego pasó su juventud en París. Heredó las dotes de análisis de su padre, y las despliega en un think tank dedicado a los asuntos internacionales que existe en Barcelona desde hace medio siglo (CIDOB).
Se cumplió un año exacto de la invasión rusa a Ucrania. La invasión tuvo un inicio increíble: acusaron a Zelenski de ser un nazi. Olvidaron que era judío y que había perdido parientes en diversos pogromos. Y pasaron por alto la naturaleza de la propia Ucrania: un cuarto ruso y tres cuartos europea. Zelenski mismo se identificaba con los valores europeos contemporáneos: democracia, libertades, parlamentarismo, respeto por los derechos humanos y honradez y transparencia en la gestión pública. Recuérdese que era un actor cómico que había llegado al poder comprometido con los principios de Europa.
El lunes 20 de febrero de 2023 estuvo Joe Biden en Kiev para ratificar todas las promesas que había hecho la VP Kamala Harris en Munich, en especial que Estados Unidos acompañaría a Ucrania mientras ese país lo necesitase. Como si fuera la guerra de Gila (“¿Está el enemigo?”), le habían anunciado a Putin que Biden estaría en Kiev, para que al ruso no se le ocurriera bombardear la capital y poner en peligro al jefe de los americanos, porque eso, se entiende, tendría una respuesta espectacular y, además, se sabría hasta dónde quería llegar Putin.
Por lo visto no pensaba llegar demasiado lejos. Se juega con la cadena, pero no con el mono americano. Es muy peligroso. Los rusos les habían visto llegar a Europa dos veces y ambas triunfantes. Una tercera vez, durante la Guerra Civil, inmediatamente después de la revolución rusa de 1917, cuando se enfrentaron “rojos” y “blancos”, Trotski, que fue el artífice del triunfo “rojo”, dejó dicho en sus memorias que, afortunadamente, los americanos no se empeñaron en que ganara el ejército “blanco”. Habría sido muy cuesta arriba derrotarlos.
Vladimir Putin sabe, porque lo ha estudiado en los libros de historia que debió suministrarle el KGB, que el general Serguéi Khavalov, Jefe del Distrito Militar de San Petersburgo, era incapaz de imponer el control que el Zar deseaba. Y Nicolás II, como jefe que era de las fuerzas armadas, le impartió órdenes al general Ivanov que fuera a donde las tropas fieles y tomara soldados del frente para establecer la ley en una nación que no lo obedecía. Sin embargo, el Comandante en Jefe de las fuerzas zaristas, el general Alexeev, dio la contraorden: le pidió al general Ivanov que no se moviera de su sitio hasta que la Duma se lo ordenara. Entre el Zar y la Duma, el general Ivanov eligió la Duma y el Zar sintió un escalofrío. Sus peores temores se habían cumplido.
Putin se sabe esto de memoria. Como también sabe que Los diez días que conmovieron al mundo no fue el relato infantil de la revolución bolchevique escrito por John Reed, sino que los diez días prodigiosos fueron, precisamente, en la tercera semana de febrero de 1917, hace hoy 106 años. Porque en Rusia, es cierto, hubo la revolución bolchevique de octubre, pero varios meses antes sucedió la revolución de febrero de 1917, que era la realmente democrática, y se materializaron todas las protestas en contra de Nicolás II, Zar de todas las Rusias, hasta el 2 de marzo, en que renunció, tras intentar, infructuosamente, dejarle el trono a su hermano Mijáil Románov, Gran Duque, el segundo en la sucesión. Éste más tarde resultó asesinado.
Mi nieta, Paola Ramos, en su condición de periodista de Vice News, ha informado de una deserción que recuerda a la que provocó el fin de la presencia centenaria de los Románov en Rusia. Los jóvenes que desertan, si tienen recursos, lo hacen a Estados Unidos, hoy por hoy enemigo principal de Putin. Llegan a McAllen, Texas, tras cruzar la frontera con México y solicitan asilo. Sencillamente, no quieren participar en una guerra imperial declarada por Putin en busca de reconstruir el mapa de la URSS. Lo mismo que el zar durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Para los jóvenes campesinos, pobres y analfabetos, aquella no era su guerra. Por eso destronaron al zar. Acaso, por eso mismo, hoy destronarían al nuevo zar: a Vladimir Putin.
Lenin salió de Suiza en un tren que llegó a Rusia junto a veintinueve de sus bolcheviques más íntimos. Fueron fletados en un tren blindado por el alto mando alemán a la estación de trenes de Finlandia. Pocas veces salen tan bien las operaciones de inteligencia. Allí los esperaban suficientes camaradas para descarrilar la verdadera revolución rusa de febrero-marzo, lidereada por Alexandr Kérenski. Era el momento de Kérenski. Se le tenía por un excelente orador. Quizás el mejor de la Duma. El alto mando alemán le pasó a Lenin un dossier del personaje. Lenin llevaba exiliado 17 años. No lo conocía, pero sabía de sus actividades. Su objetivo era destruirlo. Recibió dinero de la inteligencia alemana para hacerlo añicos. Con esa plata montaron el partido.
Hoy vuelve a resucitar Alexandr Kérenski. Dicen que cuando murió en Nueva York en 1970, a los 89 años, sus últimas palabras fueron: “Rusia es más poderosa que Lenin y Stalin, juntos. Sobrevivirá”. Nuevamente es el momento de la revolución de febrero.