La muerte premeditada de Alexei Navalni revela la verdadera naturaleza del régimen ruso actual. Es distinto de lo que fue el totalitarismo soviético. En la época de Stalin, el nombre de Navalni nunca se habría mencionado; le habrían deportado o asesinado antes incluso de que pudiera pronunciarse. Por lo tanto, podemos entender la nostalgia de Vladímir Putin por el imperio soviético, que no dejaba margen para la libre expresión de los disidentes y que, curiosamente, gozaba de cierta legitimidad ideológica en el mundo, conferida por el marxismo. La Unión Soviética no solo dominaba medio mundo, sino que cosechaba considerables apoyos entre intelectuales, artistas y partidos políticos de todos los rincones del planeta.
Rusia, empequeñecida tras la caída de la URSS, no es totalitaria; es simplemente despótica. El despotismo es el totalitarismo perforado por mil agujeros a través de los cuales puede expresarse el descontento del pueblo o su desprecio por el régimen de Putin. El totalitarismo se basaba en una ideología y en unas creencias; el despotismo se basa únicamente en el miedo a la policía y a los servicios secretos. A diferencia de la Unión Soviética, la Rusia contemporánea pretende ser un régimen político normal, que obedece las leyes y cuenta con tribunales, juicios y abogados. Stalin no se preocupó por todos estos adornos de la democracia.
A diferencia del totalitarismo, el despotismo es el poder de un hombre sin ideología y sin legitimidad, ni nacional ni internacional.
Pero Putin quiere el respeto de la comunidad internacional, así que finge pertenecer a ella. Es lo que explica la extraordinaria paradoja de Navalni. Relegado al centro penitenciario ruso más lejano, seguía teniendo acceso al resto del mundo a través de su abogado. Fue filmado por videoconferencia durante sus innumerables juicios, imágenes que circularon ampliamente por las redes sociales. Evidentemente, todo ello era una farsa, pero creaba la impresión, según Putin, de que Rusia era un Estado de derecho. Del mismo modo, Putin se somete periódicamente al sufragio universal; sabiendo que no tiene adversario, las elecciones carecen de sentido, pero este circo le permite afirmar que en Rusia hay elecciones. Una vez más, Stalin no se molestó en organizar votaciones; él era un revolucionario. A lo único a lo que aspira Putin es a sentarse a la «Mesa de los Grandes». Si declara la guerra a sus vecinos, ya sea en Georgia o en Ucrania, lo hace también para ser reconocido como un Grande. Aunque sea un enano económico, militar e ideológico. El despotismo, a diferencia del totalitarismo, es el poder de un hombre sin ideología y sin legitimidad, ni nacional ni internacional.
A falta de una doctrina significativa en la que apoyarse, Putin parlotea; una retórica vagamente mística para justificar su autoridad y la influencia de la Rusia euroasiática y ortodoxa, depositaria de la verdadera civilización y de la verdadera religión, frente a un Occidente individualista, liberal, ateo y decadente. Con ello sigue la tradición eslavófila del siglo XIX, que nunca ha obtenido más que el apoyo de un puñado de intelectuales y sacerdotes marginales de la sociedad rusa.
Navalni siempre ha denunciado con sorna las ambiciones desmesuradas de Putin, a quien le habría gustado ser Pedro el Grande o Stalin. El arma suprema de Navalni era el humor. Recordarán que, después de haber sido víctima de un intento de envenenamiento impregnando sus calzoncillos con una sustancia que debería haberle matado, Navalni, en lugar de indignarse, llamó a Putin «dictador de la ropa interior». Cuando los dictadores están tan inseguros respecto a su poder como Putin, no soportan el humor. Que se rían de él, que descubran que el rey está desnudo, es la peor afrenta que se le puede hacer a Putin. Su odio personal hacia Navalni tiene menos que ver con la defensa que este hacía de la democracia que con sus ocurrencias, que hacían reír a toda Rusia. A diferencia de un demócrata chino como Liu Xiaobo, que también murió en prisión, o de los disidentes antisoviéticos de antaño, Navalni comprendió que para ganarse al pueblo ruso tenía que pasar del discurso ideológico a los alardes de humor. Imperdonable para Putin.
Alexei Navalni encarnaba una nueva e inusual forma de disidencia, que utilizaba la ironía como arma definitiva. No tenía ni el temperamento ni el método de un Liu Xiabo, un Gandhi o un Solzhenitsyn. Pero lo que Navalni tenía en común con estos grandes disidentes de la historia era una personalidad férrea, a veces difícil de comprender, incluso por sus interlocutores y amigos. No se contentaba con afirmar que los rusos, como todo el mundo, eran individuos corrientes en busca de la felicidad y la libertad. No se contentaba con burlarse de la ideología eslavófila. No se contentaba con aglutinar a las masas que, por su mero número, ilustraban el carácter normal y occidental del pueblo ruso, muy alejado de las leyendas sobre la denominada alma rusa. Navalni era, en su propia persona, en su carne, lo que quería representar. Dicho de otro modo, su persona no importaba, su vida no importaba; él era su destino. Este destino exigía todos los sacrificios, incluido el sacrificio final, que sin duda habrá aceptado con ironía.
Su muerte le convierte en algo más que un activista demócrata, en un mártir de la democracia. A través de esta noción de martirio, que se remonta a los primeros tiempos del cristianismo, podemos entender la elección deliberada de la muerte por parte de Navalni. Eligió el martirio al regresar voluntariamente a Rusia, cuando podría haber vivido tranquilamente en el exilio. Pero sabía que, en el exilio, su voz solo habría tenido un impacto limitado en el pueblo ruso. Sólo desde Rusia, aunque fuera desde sus cárceles, podía hacerse oír, compartiendo las desgracias de su pueblo tiranizado por Putin. Putin, el payaso triste que quería ser emperador.
Artículo publicado en el diario ABC de España
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