En una declaración sinuosa, Serguéi Riabkov, vicecanciller ruso, ha dicho el jueves 13 de enero que su país (vale decir, el país sometido por Vladimir Putin) “no descarta” desplegar tropas en Venezuela y Cuba. Habla de Venezuela como si fuese su feudo. O, más específicamente, su coto militar: una finca propia, de gran tamaño, con riquezas minerales, para uso de sus soldados, sus misiles, sus tecnologías militares y sus posibles juegos y acciones de guerra en el continente americano.
Por supuesto: es una declaración cargada de falsedades. En primer lugar, porque el despliegue militar en territorio venezolano ya ocurrió. Y sigue ocurriendo. Las denuncias del general Manuel Christopher Figuera, exdirector del Sebin y exiliado en Estados Unidos, son elocuentes: ha señalado las coordenadas de los dos lugares donde se encuentran las bases militares rusas: una, en la localidad de Manzanares, estado Miranda, dedicada al espionaje y al control a través de las telecomunicaciones (allí está el más importante centro de espionaje de las conversaciones telefónicas de los venezolanos); y otra que está ubicada nada menos que dentro de las instalaciones de la 41 Brigada Blindada del Ejército, en Naguanagua, estado Carabobo.
La presencia de ambas bases militares en territorio venezolano es violatoria de la carta magna y constituye, de forma evidente y sin atenuantes, un delito de traición a la patria. Pero en el caso de la que está ubicada en Carabobo, los hechos son todavía más graves y humillantes: los militares de Putin actúan en el país bajo protección de militares venezolanos, que les entregan infraestructura, cobertura física y logística, les prestan servicios, los ocultan de las miradas y del control ciudadano, les garantizan la posibilidad de actuar sin ser observados. En una frase: el régimen de Maduro y Padrino López ─este último el representante oficial de Putin en Venezuela─, les han suministrado una guarida donde realizar sus actividades ilegales, fuera de toda supervisión.
Por lo tanto, tengo que insistir en esto: las tropas rusas ya están en Venezuela. Los asesores militares que reportan a Vladimir Putin ya están instalados en Venezuela. Los equipos militares ya operan en nuestro país. Los radares hace tiempo que están en funcionamiento. Los sistemas de escucha telefónica, bajo control de militares rusos, no cesan de intervenir y grabar las conversaciones de miles de personas, violando los derechos más elementales, como el derecho a la privacidad. Esto tiene que ser entendido: hay militares rusos que viven, trabajan, operan y circulan, actuando a favor de los intereses del policía Putin y su pervertida política exterior, desde territorio venezolano. Militares que instruyen y dan órdenes a militares venezolanos.
Que Putin ordene realizar este comentario, en el preámbulo de su invasión a Ucrania, es un modo de exhibir su poderío. Es una declaración que forma parte de sus recursos de guerra. Es su manera ─no la única─ de mostrar una de sus armas más potentes: el descaro, el carácter inescrupuloso de sus movimientos. Es su modo de advertirle a Estados Unidos y a Europa: “Puedo decir lo que me plazca sobre el destino de Cuba y de Venezuela, porque su soberanía está en mis manos”. Lo que Putin anuncia sin rubor y con la complacencia de las dictaduras criminales de Cuba y Venezuela es que es el soberano de los dos territorios y puede serlo también de Ucrania.
Los 23 años en que Putin fue funcionario de los servicios de inteligencia de Rusia, primero como miembro de la KGB y, a continuación, del Servicio Federal de Seguridad ─organismo este último que hizo más profundas y sofisticadas las prácticas de su predecesora─, configuraron su modo de gobernar y diseñar la política exterior rusa. Putin actúa sobre la debilidad de ciertos países. Les ofrece dinero, recursos técnicos, petróleo, protección bancaria y mecanismos de lavado de dinero, asesores políticos, militares y de inteligencia, destinados a fortalecer poderes autoritarios o dictaduras en distintos países.
Pero el intercambio no se limita a lo económico, sino que se proyecta hacia lo político, lo territorial y el control de los ciudadanos de cada uno de los países. El objetivo no es influir o solo lograr algunas alianzas: es tomar el control del territorio y de sus mecanismos institucionales, hacerse de la propiedad absoluta de sus riquezas naturales, desarrollar un avance con el objetivo de sitiar a Estados Unidos. Lo que Putin quiere, “gamberro de la política mundial”, según la acertada calificación formulada por Lawrence Freedman, es establecer un Nuevo Orden Mundial, donde él reine como zar absoluto, no solo de su país, sino de amplios territorios en África, Asia, Europa y América Latina.
Ese Nuevo Orden Mundial que Putin está construyendo no se limita al control directo en la política interna de países como Bielorrusia, Kazajistán, Nicaragua, Cuba o Venezuela ─con lo cual se transforma en un activo represor de la oposición democrática en cada uno de ellos─ sino que lo convierte en un activo exportador de sus prácticas de intolerancia: eliminación de sus enemigos políticos ─ello incluye a los periodistas y medios de comunicación─, con el uso de métodos policiales, tribunalicios e, incluso, ejecutándolos con venenos o a tiros.
Putin es un peligro real para Venezuela y muchos otros países en el mundo. Saca provecho de un sostenido desarrollo militar y de las nuevas armas estratégicas y tácticas de nuestro tiempo: manipulación de las realidades, campañas de noticias falsas, prácticas recurrentes de desinformación, asedio contra la reputación de las instituciones y el modelo democrático, que se realizan de forma anónima, a distancia y a muy bajos costos. Putin ha demostrado que sabe usar medios no militares para obtener control sobre la soberanía y los poderes de otros países. Está en eso. Y Venezuela ya está entre sus logros. Ahora va tras Colombia, Chile y Brasil.