OPINIÓN

Putin quiere muertos venezolanos

por Miguel Henrique Otero Miguel Henrique Otero

Lo ocurrido el 23 de febrero sobrepasa en todos los planos imaginables el simple inicio de una guerra. Que Vladimir Putin haya dado inicio a la matanza masiva de ucranianos ―porque lo que ha ocurrido es que un país inmenso, con una fuerza militar desproporcionada, se ha abalanzado sobre las vidas y el territorio de uno de sus vecinos― marca un giro en el curso de los acontecimientos mundiales. A esta hora, la única certidumbre con que cuenta la humanidad es que Putin, en una acción desconcertante, ha abierto las puertas de una confrontación de final imprevisible.

Tengo que repetir aquí lo que tanto se ha dicho en las últimas horas: no es posible predecir, incluso para los analistas más competentes, por dónde irán las cosas en lo sucesivo. Las preguntas más acuciantes ―cuánto podría durar esta confrontación; si sus víctimas se contarán por centenares o miles; si los combates se desplegarán por todo el territorio ucraniano; si se producirán acciones del lado este de la frontera ucraniana, es decir, en Rusia; si misiles y bombardeos destruirán 10, 20, 50 o 90% de la infraestructura civil y de comunicaciones de Ucrania; si la guerra podría escalar al punto de involucrar a otros países y a otras fuerzas militares; si el  dictador bielorruso Lukashenko conducirá su apoyo al dictador Putin al extremo de atacar directamente a Ucrania con fuerzas bielorrusas; etcétera― no tienen ahora mismo ninguna respuesta cierta. Ninguna.

Las razones por las que carecemos de respuestas a cuestiones tan graves son enrevesadas y múltiples. Pero está el tema medular, que lo vuelve una realidad de desentrañamiento casi imposible: que Vladimir Putin es un desquiciado mental, que ha tomado el control pleno del Estado ruso, lo ha militarizado, ha potenciado sus capacidades represivas, lo ha pervertido para convertirlo en una maquinaria judicial, policial y comunicacional de aplastamiento de cualquier forma de oposición política y democrática.

De Putin no cabe hablar como de un poderoso jefe político y militar. Es mucho más que eso: es el dueño absoluto de un poder ilimitado, sin contrapesos, inescrupuloso, ansioso de imponer su peso, su poderío, sobre las vidas del pueblo ucraniano. Y para mostrar de lo que es capaz, ahora mismo, mientras escribo este artículo, está aplastando las vidas de 44 millones de personas (que incluye conducir al desfiladero de la violencia y la muerte a los aproximadamente 4 millones de personas que viven en los territorios separatistas prorrusos de Ucrania).

Nicolás Maduro, como si lo amparase alguna legitimidad, algún derecho; de forma inconsulta, unilateral y omnipotente; aprovechando la sensación de lejanía que media entre Venezuela y Ucrania; haciendo uso de los mismos recursos que Putin, un poder militar bajo su absoluto control, apoyado por los poderes públicos y por los poderes paramilitares que se han repartido y siguen repartiéndose el territorio en pedazos; pero sobre todo, estoy seguro de esto, sin tener la menor idea de lo que eso representa; ajeno por completo al peligro, a las consecuencias, a la envergadura, a lo que podría significar para las vidas, para la economía, para el estado de cosas en Venezuela, ha insistido en expresar su apoyo a Putin. Apoyo político y militar.

¿Y con qué podría apoyar Maduro a Putin? Con bienes que no son suyos y sobre los que no debería tener ascendencia alguna: unidades militares; bienes de la República; lealtades que no han sido consultadas ante la sociedad venezolana y que no cuentan con la aprobación de nadie, salvo por la camarilla de uniformados que son los beneficiarios de los contratos de compras de armas que unos militares venezolanos le han hecho a militares rusos y en los que, de forma abrumadora, se han adquirido equipos diseñados para el combate de civiles indefensos, armas para imponer el orden público por la fuerza, armas para reprimir, armas para someter, armas para espiar, para intervenir las telecomunicaciones, para distorsionar la opinión pública, para desarticular los esfuerzos de los demócratas por organizarse y resistir.

Repito mi pregunta: ¿Y con qué podría apoyar Maduro a Putin? Pues la respuesta es la más obvia: con carne de cañón. Soldados incompetentes e inexpertos que, enviados a cualquier escenario de combate, sirvan para que Putin muestre algún apoyo internacional que no tiene, y para que muestre a combatientes venezolanos caídos en combate (en rigor, caídos como parte de fuerzas invasoras), material humano importado desde otro extremo del mundo para que sirva de propaganda.

Pero esto es solo una posibilidad, la más inmediata. Pero luego está la dimensión de lo inimaginable: que en el escenario de una mundialización del conflicto, una escalada que ahora mismo nadie puede borrar como posibilidad, nuestro territorio sea utilizado para operaciones militares rusas que amenacen a Colombia (tal como ha venido advirtiendo el presidente Duque), a Estados Unidos y a los propios habitantes de Venezuela.

Los esfuerzos diplomáticos para detener a Putin resultaron vanos (como vanos han resultado los esfuerzos diplomáticos para limitar a Maduro o para impedir que continúe violando los derechos humanos). Hasta el momento en que escribo este artículo, todavía hay quienes invocan el recurso de las negociaciones para evitar que el psicópata continúe su avance: confían en que dentro del Kremlin y las fuerzas militares rusas aparecerán quienes impongan límites a la voracidad, al desprecio por la vida, a los negocios entre militares, a la corrupción.